12.19.2006

PROSOEMA No. 10 (22/12/2006)



PRESENTACIÓN


ESTE NÚMERO CONSTA de apenas un cuento. Un cuento ya clásico, por cierto. Clásico no porque tenga tantos siglos encima que esté emparentado con la piedra o el mármol, sino porque es recordado con cariño por quienes lo han leído. Clásico porque se lee hoy con el mismo gusto que cuando se le publicó por primera vez. Se trata de Una noche de espanto, un cuento del escritor ruso Anton Chejov, un inolvidable cuento navideño de terror.
Y no es que queremos que sus días navideños estén signados por el terror, como el personaje del cuento, sino que queremos proporcionarle un texto que lo haga olvidar por unos minutos el tremendo trajín que supone la preparación de la Navidad y la noche de fin de año. Queremos que recuerde cuan poderosa es la literatura, que le permite distraerse al menos por un rato de aquello que, aunque festivo, seguramente le produce tanto estrés como el trabajo diario.
Vale la ocasión también para desearle una Feliz Noche de Navidad y una estupenda noche de cambio de año. Nuestros deseos más a flor de piel son que se cumplan todos sus anhelos en 2007 y que se le presenten más oportunidades de crecer como personas, sin necesidad de traumas o transtornos.
A la par, queremos agradecer que así como nos acompañaron casi una década en el semanario caraqueño La Razón, nos están acompañando en estos primeros diez números.
Esperamos hacer cada vez mejor nuestro trabajo y prestar de mejor modo el modesto servicio que ofrecemos. Si tales expectativas se cumplen, nos sentiremos más que satisfechos.
Luiz Carlos Neves y Armando José Sequera.

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UNA NOCHE DE ESPANTO

Anton Chejov




Anton Chejov

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:
–Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...
“¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!”, había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.
Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: “Esta noche”.
No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.
No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.
Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que, al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.
Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:
–Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.
Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido... ¡Brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.
“Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta”, pensé.
No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí...
Fue una lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.
En medio del cuarto había un ataúd.
Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.
Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!
O es un milagro, o un crimen.
Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe o por lo menos un anticipo.
Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?
No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.
Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero, ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.
Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:
–Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo, vi un ataúd... ¡De doble tamaño que el otro!
El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.
Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.
“Me vuelvo loco”, pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. “¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?”
Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...
Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.
Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: “¡Socorro, socorro! ¡Portero!”
Momentos después, veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.
–¡Pagostof! –exclamé, al reconocer a mi amigo el médico–. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?
Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...
–¿Es usted, Panihidin? –me preguntó con voz ronca–. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...
–Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? –pregunté lívido.
–¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!
No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.
–¡Un ataúd, un ataúd de veras! –dijo el médico cayendo extenuado en la escalera–. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...
Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después, para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.
–Nos duelen los pellizcos a los dos –dijo finalmente el médico–; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?
Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.
–Vamos ahora a averiguar –dijo el médico temblando– si el ataúd está vacío u ocupado.
Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:
“Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor y, como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin”.
Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene una funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera y, por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

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12.14.2006

PROSOEMA No. 9 (15/12/2006)

PRESENTACIÓN

Este número prenavideño contiene un cuento de la destacada narradora argentina Ema Wolf y una recopilación de testimonios de escritores y editores españoles, que dan cuenta de cuáles fueron los libros fundamentales en su infancia y cómo llegaron a ellos.
Queremos agradecer a nuestros lectores, cuya cantidad aumenta de edición en edición, por permitirnos llegarles con los textos propios y ajenos que presentamos en este espacio. Como muchos saben, provenimos de la prensa escrita y no ha sido fácil el paso al mundo virtual. Sin embargo, aquí estamos y queremos seguir mostrando cuanto se hace en la literatura infantil y juvenil en Venezuela y en el resto del mundo.
Por la asiduidad, gracias. De veras, gracias.

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EL REY QUE NO QUERÍA BAÑARSE

Ema Wolf


LAS ESPONJAS SUELEN CONTAR historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy baja. De modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.
Una esponja me contó una vez lo siguiente:
En una época lejana las guerras duraban mucho.
Un rey se iba a la guerra y volvía treinta años después, cansado y sudado de tanto cabalgar, con la espada tinta en chinchulín enemigo.
Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue de guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente. Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañadera, el rey se negó.
—No me baño —dijo—. ¡No me baño no me baño y no me baño!
La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.—¿Qué pasa, majestad? —preguntó el viejo chambelán—. ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¡El jabón demasiado frío? ¿La bañadera es muy profunda?
—No, no y no —contestó el rey—. Pero yo no me baño nada.
Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.Con todo respeto, trataron de meterlo en la bañadera entre cuatro, pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafar que al final lo soltaron.La reina Inés consiguió que se cambiara las medias —¡las medias que habían batallado con él veinte años!—, pero nada más.
Su hermana, la duquesa Flora, le decía:
—¿Qué te pasa, Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte...?
Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar:—¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono dramático:
—¿Qué soy yo, acaso? ¿Un rey guerrero o un poroto en remojo?
Pensándolo bien, Vigildo tenía razón. ¿Pero, cómo solucionarlo?
Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea.Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey.También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o a soplidos.
Todo esto lo metieron en la bañadera del rey, junto con algunos dragones de jabón.
Vigildo quedó fascinado ¡Era justo lo que necesitaba!Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados y ahí nomás inició un zafarrancho de salpicaduras y combate.Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:
—¡Avanzad, mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis, cobardes! ¡Por el flanco izquierdo! ¡Por la popa...!
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.También que esa costumbre quedó para siempre.
Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuéntenme lo aburrido que es bañarse.
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Ema Wolf. Escritora argentina. Nació en Carapachay, provincia de Buenos Aires (Argentina), el 4 de mayo de 1948. Es licenciada en Lenguas y Literaturas Modernas por la Universidad Nacional de Buenos Aires. Desde 1975 trabajó en forma continuada para distintos medios periodísticos y revistas infantiles. En la década del 80, a partir de su vinculación con la revista infantil Humi, comenzaron a publicarse sus primeros títulos en el campo de la literatura para chicos. Fue cofundadora de la revista La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil, y, entre 1996 y 1998, formó parte de su Comité de Redacción.
Por su libro
Historias a Fernández, en el año 2000 ganó el Primer Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación. En 2005, por la obra El turno del escriba —escrita en coautoría con Graciela Montes—, ganó el VIII Premio Alfaguara de Novela. Por su destacada producción bibliográfica, la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina (ALIJA) la nominó candidata por la Argentina al Premio Hans Christian Andersen en 2002, 2004 y 2006.
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EL LIBRO QUE ME CAMBIÓ LA VIDA

El sonido de las letras
Fernando Savater

Cuando les digan que lo audiovisual es enemigo de la lectura, no hagan caso. A través del oído y de las imágenes se puede llegar a descubrir la literatura. Así fue en mi caso, hace ya tanto tiempo. La isla del tesoro, mi relato preferido desde los siete años hasta hoy, lo escuché primero en disco antes de leerlo. Era una grabación de RNE: para mí, John Silver tendrá siempre la hermosa voz de barítono de Teófilo Martínez. Y en uno de los tebeos de Historias extraordinarias de la editorial mexicana Novaro, que devoraba semanalmente con bulimia insaciable, me encontré con Edgar Allan Poe. El cuento era El corazón delator y recuerdo bien la primera viñeta, nocturna y terrible, y las palabras iniciales: “Soy nervioso, muy nervioso, pero no estoy loco...”. La novela de Stevenson y las narraciones de Poe sirvieron de cimiento a mi pasión de lector. Pero no las convierto en fetiches de valor universal: si yo tuviese hoy aquella edad perdida y su perversa inocencia, quizá me iniciase a la comezón literaria con El señor de los anillos y la ayuda de Peter Jackson o con Pet Semetary de Stephen King, a través de algún juego de videoconsola... Sólo una cosa es segura: los libros que nos enganchan en la infancia son los que nos gustan a nosotros, piensen de ello lo que piensen los educadores. Porque leer es un vicio maravilloso, no una virtuosa necesidad formativa.
Fernando Savater es filósofo y narrador, autor de La infancia recuperada.
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Vida de otros niños
Clara Janés

Antes de saber leer tenía ya siempre cerca un libro. Era cuadrado, impreso a todo color, con un gran reloj en la portada cuyas manecillas de latón se podían mover, de modo que probablemente antes que las letras, pasaron a mi mente los números que marcan las horas. Se llamaba Tic-Tac, era obra de Mercedes Llimona y narraba, página a página -hora a hora-, lo que hacía una niña desde que se levantaba hasta que se acostaba. Es posible que mi instinto de estructurar el día horariamente -que tanto me ha beneficiado- y mi modo de valorar las cosas cotidianas tenga algo que ver con él. Este libro todavía lo conservo. Bastante después, contando yo seis años, me aficioné a otro, sobre todo por su contenido: En Peret. Contaba la vida de un niño de aldea, siempre al aire libre, y su hermosa relación con el campo y los animales. Había algunas ilustraciones y veo claramente la que representaba a la madre preparando una rebanada de pan con tomate, que era mi merienda favorita. Pero tanto como éstos, contaban para mí los de los adultos. Tenía yo tres años cuando mi padre puso en mis manos El libro del té -pequeño formato, no encuadernado, atado con cordón de seda, cubierta orientalizante-, creo que fue para mí un impacto estético fundamental.
Clara Janés es poeta, autora del libro La voz de Ofelia.
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Tigres transparentes
Fernando Marías

El libro que provocó en mí un terremoto fue Ficciones, de Borges. Tenía 15 años y un amigo me lo regaló con una frase más o menos así: “Hay que leerlo porque lo que está ahí no lo hemos leído nunca”. Así era. Me fascinó tanto que ahora mismo estoy viendo su formato y sus páginas. Era una edición de Alianza. He rememorado aquella tarde de primavera hacia las tres de la tarde, antes de volver al colegio. Ahí mismo empecé a leerlo, y empecé por el relato El jardín de senderos que se bifurcan hasta que me detuve en una frase que no he olvidado: “Hablando de la topografía de Tlön yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres”. Entramos a clase de matemáticas y yo sólo pensaba en los tigres transparentes y las torres de sangre. Es una casualidad porque recientemente me he regalado a Borges y lo estoy releyendo en un viaje a mi adolescencia.
Fernando Marías ha obtenido el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Cielo abajo (Anaya).
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Leer para reír
Luis Magrinyà

No me fío de la memoria, ni de la mía ni de la de los demás. Por otro lado, no creo en las revelaciones, en las epifanías, en los momentos fundacionales, en “la primera vez”. Dicho esto, supongo que algunos de los libros que más me removieron en la infancia fueron los de Kásperle, de Josephine Siebe, que aquí publicaba Noguer. Kásperle era un muñeco de guiñol alemán al que despertaban de un sueño de 75 años. “¿Y qué hizo entonces?”, preguntó una vocecilla . “¿Que qué hizo? Pues tonterías. Nada más que tonterías”. Kásperle era un glotón horroroso, su especialidad era poner caras (de ogro, de bandido) y detestaba a quien no creyera que estaba vivo. Una gran invitación a la identificación. Ahora sé que se había dormido en un mundo de opereta austrohúngara, con grandes duques y tartas de ocho pisos, y había despertado justo después de la I Guerra Mundial, cuando todo el mundo “había perdido sus ahorros”. Él mismo no era, en ese ambiente, más que una tontería. Tanto mejor. Los libros los descubrí con un par de amigos en la biblioteca del colegio: tenían bonitos dibujos a una tinta; nos gustaban por lo que eran y por lo que contenían. Nos convertimos en unos iniciados, y nos tronchábamos. Ahora tengo una hija de 10 años. Cuando se los leo, se ríe mucho. Cuando los lee sola, dice que no tienen “gracia”.
Luis Magrinyà es novelista, autor de Belinda y el monstruo.
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El descubrimiento de la intriga
Juan Eduardo Zúñiga

He recordado una cosa muy importante: el descubrimiento y la intriga del secreto a través de un libro. Cuando tenía 7 u 8 años leí La isla misteriosa, de Julio Verne, y hay un episodio en el que en una isla desierta los navegantes descubren de pronto unas huellas. Eso me despertó el sentido de profundizar en el secreto, de querer descubrir una incógnita. Entonces vivíamos en un chalecito, en un barrio extremo de Madrid, y arriba tenía una habitacioncita con juguetes, donde pasaba mucho tiempo en silencio y sintiendo la noción de misterio y secreto. Allí encontré una novela bonita y emocionante, de la que aprendí que cuando un misterio aparece uno no puede quedar paralizado sino que hay que ir a buscar la respuesta. Verne también me despertó el interés por otros países, por el mundo, una forma de viajar.
Juan Eduardo Zúñiga es autor de Largo noviembre de Madrid y Capital de la gloria.
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Leer bajo las sábanas
José Ángel Mañas

La serie de novelas que me enganchó a la ficción fue la de Tarzán de los monos, de Edgard Rice Burroughs. Debí de leerlos con 7 u 8 ocho años. Recuerdo que cuando mi madre me apagaba la luz yo encendía la linterna debajo de las sábanas para seguir leyendo. O bien esperaba hasta que sus pasos se alejaban y oía que se encendía el televisor. Y entonces salía sigilosamente al pasillo y me encerraba en el cuarto de baño con mi libro. Hasta donde me alcanza la memoria, la primera imagen narrativa fuerte que guardo es la del arranque de la serie, cuando la mona que va a adoptar a Tarzán (ella acaba de perder un hijo) lo encuentra, siendo un bebé, en la cuna de la cabaña que han construido sus padres (los únicos supervivientes de un naufragio reciente, asesinados por otro de los simios de su misma tribu), lo coge en brazos y deja muy delicadamente en su lugar, en la cuna, el cadáver de su propio hijo. Si, según Stevenson, la marca del buen narrador es ser capaz de “encarnar un personaje o una emoción en una acción o una actitud que se grabe para siempre en los espíritus”, está claro que, conmigo, Burroughs lo consiguió. Desde entonces, no he dejado de leer.
José Ángel Mañas es autor de Historias del Kronen y El caso Karen.
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Júbilo y secreto
Jorge Herralde

Hubo un libro, en mi infancia, que me produjo una vivísima impresión. Empecé a leerlo el día de mi primera comunión, a los preceptivos siete años. Con los altibajos típicos, supongo, de un acontecimiento excitante en el que puedes pasar muy fácilmente del júbilo exacerbado al berrinche total, a media tarde escapé de la bulliciosa fiesta familiar que me estaba dedicada, me encerré en mi cuarto y me puse a leer un libro que me había regalado algún pariente, imagino que poco atento. Se trataba de una versión extensa y (pienso ahora) poco expurgada, en tapa dura (¿de color azul?), de Las mil y una noches. Seguí leyendo, sorprendido, intrigado, expectante y confuso y, cuando al cabo de un rato llamaron a la puerta del cuarto reclamando mi presencia, el disgusto se había desvanecido por completo, pero sólo tenía ganas de seguir con la lectura. Tuve que aplazarla, tras esconder el libro: ése fue mi primer y muy inesperado encuentro con la literatura erótica.
Jorge Herralde es editor de Anagrama.
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Lectura repetida
Manuel Borrás

Mi primer mapamundi lo configuró la biblioteca familiar y la primera lectura que dejó un rastro indeleble en mí fue sin el menor asomo de duda la de El cartero del rey, de Tagore, en traducción de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Tuve una madre con la sana costumbre de leerme en voz alta cuando yo era muy chico, y ése fue el libro que, aún recuerdo, le solicitaba que me leyera una y otra vez cuando yo apenas había aprendido a leer. Todavía permanece, por otro lado, vívida en mí la impresión que me causó la lectura del libro de Verne La vuelta al mundo en 80 días. Creo que su lectura marcó mi carácter viajero. Desde entonces supe que había un universo vasto y maravilloso que me aguardaba y en el que merecía la pena inmiscuirse. La lectura supuso para el niño solitario que yo era antes más que una suerte de ensimismamiento, de enajenamiento de la vida, la vía por la que podía relacionarme con el mundo.
Manuel Borrás es editor de Pre-Textos.
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Reproducimos este texto por cortesía de Ficción Breve Libros. Éste fue su boletín del día 1 de diciembre de 2006. El espacio lo mantiene el librero –uno de los pocos que quedan-, y amigo Roger Michelena. Invitamos a visitarlo en su blog personal, Libreros, cuya dirección es: http://libreriamichelena.blogspot.com

12.07.2006

PROSOEMA No. 8 (8/12/2006)



PRESENTACIÓN

Este número está dedicado al libro 40 autores en busca de un niño: Antología de la Dramaturgia Infantil Venezolana, editado y recopilado por el dramaturgo Armando Carías.
La obra ha sido editada por el Fondo Intergubernamental para la Descentralización (FIDES) y está dividida en cuatro volúmenes.
Presentamos el prólogo realizado por Carías, que es una aproximación a la historia del teatro para niños en nuestro país. Y, a manera de cierre, el índice de las 40 obras de teatro que la antología en referencia contiene.
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40 AUTORES
EN BUSCA
DE UN NIÑO


Armando Carías

I
SI TUVIÉRAMOS QUE PRECISAR el momento en que el teatro infantil venezolano comenzó a hablar con voz propia y no, como fue menester durante años, en boca de hadas, príncipes y duendes que mucho nos dijeron sobre historias y leyendas de países lejanos, pero muy poco sobre nuestras propias maravillas y nuestros cercanos asombros; si fuera necesario determinar el cuándo y el por qué del nacimiento de una dramaturgia infantil venezolana, construida con piel y huesos de nuestra tropicalidad, sufrida y gozada por seres que conocemos, vivida por personajes que se nos parecen y representada por actores que no necesariamente deben saber decir el verso al modo y estilo del Siglo de Oro; si por rigores del almanaque y fechas más o menos patrias, fuera útil para alguien fijar el día en que un actor de teatro en nuestro país se paró frente a su infantil auditorio para referirse a lobos distintos al de Caperucita y a niños menos rubios y rollizos que Hansel y Grettel; entonces, llegado ese momento, habrá que partir en dos la historia del teatro infantil venezolano.
Será obligatorio, cuando eso suceda, reconocer el esfuerzo de quienes balbucearon los primeros espectáculos infantiles de los que da cuenta nuestra escena durante el no tan lejano siglo XX y este XXI que comenzamos a andar.
Inevitablemente tendremos que aludir toda la herencia de obras que, sin haber sido deliberadamente escritas para el teatro, se integraron a éste bajo la forma de versiones y adaptaciones que los niños que hoy son nuestros abuelos, disfrutaron en algún matiné dominical.
Cuentos clásicos, zarzuelas, burletas, jerusalenes, pasos y una que otra opereta llegada a bordo de uno de esos trasatlánticos que anclaban en Puerto Cabello con sus pesados baúles y sus telones interminables; conformaron el “repertorio infantil” que, hasta bien avanzada la primera mitad del siglo pasado, nutrió nuestra cartelera teatral.
No es sino hasta los años setenta de ese siglo dejado atrás, cuando se da el surgimiento de lo que podríamos llamar una dramaturgia infantil venezolana, hecho asociado, fundamentalmente, al desarrollo de un movimiento grupal que instala las bases para que un considerable número de autores venezolanos o residentes en el país, comiencen a ver representadas sus obras con regularidad y a confrontar su trabajo con el público.
Es para estos años cuando comienza a gestarse en nuestro país una corriente fresca y renovada que estimula el nacimiento de grupos estables y elencos ocasionales particularmente sensibilizados hacia el espectáculo para niños, y con estos, la plataforma para que una generación de creadores (diseñadores, músicos, directores, dramaturgos), carentes de un escenario para la difusión de su obra, comiencen a pulsar el ánimo y la aceptación de una audiencia hasta ese entonces acostumbrada (¿resignada?) a un teatro infantil entendido como eco de no siempre fieles versiones de los cuentos clásicos, muy a la sombra, por cierto, de la interpretación disneyana de tales relatos.
Antes de los años setenta, salvo escasas excepciones, el empeño de los pioneros de este arte en nuestro país no corrió de la mano del surgimiento de historias que le hablaran a nuestros niños de sus fantasías cotidianas, de sus mitos y de sus leyendas, de sus pájaros, de sus montañas, de sus ríos, de sus ciudades, de sus gentes y del inevitable encuentro con personajes que respiran verdad.
Hoy, a la distancia, pareciera que aquello fue más heroísmo que compromiso, más aventura que militancia... en definitiva, más locura que certeza de la importancia de una expresión que nacía como respuesta a la ausencia absoluta de manifestaciones artísticas que jerarquizaran al niño como espectador.
No hay reproche, muy por el contrario, ese es el “antes” del “después”que pretendemos abordar en esta investigación llevada a cabo en ocasión de la publicación de la “Antología de la Dramaturgia Infantil Venezolana”, en la cual se seleccionaron las cuarenta obras que, a nuestro juicio, con mayor precisión representan el teatro infantil que se ha hecho en nuestro país durante las seis últimas décadas, incluidas en ellas un conjunto de piezas que dan testimonio de las temáticas y estilos que estuvieron presentes en esas primeras creaciones de que da cuenta la no tan corta historia del teatro infantil venezolano.
El presente trabajado intenta ofrecer la visión de una dramaturgia representada por multiplicidad de autores y tendencias, expresión de un teatro en el que príncipes, gnomos, gigantes y dragones, conviven en sana paz con piojos, muñecas de trapo, dioses indígenas y ratones poetas.

II

¿CUÁNDO COMIENZA EL TEATRO infantil venezolano a independizarse como género y, en consecuencia, a producir textos dramáticos específicamente dirigidos a los niños?
Para dar respuesta a esta pregunta tenemos que remitirnos, necesariamente, a una de las pocas investigaciones que sobre el particular se han hecho en el país. Nos referimos al libro Anatomía de un Chichón, en cuyo capítulo “El teatro infantil venezolano tras bastidores (Apuntes para su historia)” Nury Delgado concluye, tras una detallada relación de acontecimientos que van desde el siglo XVI hasta finales del siglo XX, que en Venezuela se puede hablar de la existencia de teatro infantil es sólo a partir de la década del cincuenta de dicho siglo.
Sustenta esta afirmación, haciendo clara distinción entre las manifestaciones teatrales que se producen en el país durante el siglo XIX y primera mitad del siglo XX, y las que surgen posteriormente, en las que, de acuerdo a la extensa investigación de Nury Delgado, se aprecian rasgos definitorios de un teatro infantil mucho más elaborado y preciso en cuanto a las características y necesidades de su auditorio.
Ello no desestima, por supuesto, la obra de un significativo número de autores dramáticos, que en períodos anteriores dan evidencia de un intento de aproximación del niño con el teatro, y a quienes Luiz Carlos Neves, en otra investigación que no debe ignorarse, se refiere en uno de sus estudios.
Cita Neves a diez autores en cuya obra encontró testimonios que demuestran la existencia de una dramaturgia con un fuerte apego a los temas escolares y a los cuentos infantiles para su desarrollo argumental.
Apoyado en los estudios pioneros de Carmen Mannarino, Efraín Subero y en diversas fuentes documentales y bibliográficas, Luiz Carlos Neves refiere los nombres de Inés Ramón Henríquez, José Ignacio Lares, Manuel Antonio Marín (hijo), José María Manrique, Nicanor Bolet Peraza, Adolfo Briceño Picón, Gaspar Marcano, Felipe Tejera, Manuel María Fernández y Berenice Picón de Briceño; todos ellos localizados en las postrimerías del siglo XIX, período en el que, ciertamente, las expresiones teatrales dirigidas a la infancia en Venezuela distaban mucho de los rasgos que han privado como criterio para la selección de las cuarenta piezas que conforman la Antología que ha dado origen a esta aproximación a la historia de la dramaturgia infantil venezolana.
Los textos en ella ofrecidos representan una muestra, lo más variada posible, del teatro para niños hecho en Venezuela a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado y primeros años del presente, y coinciden con Nury Delgado en su apreciación acerca de los rasgos que distinguen esas seis últimas décadas, como las del surgimiento y desarrollo del teatro infantil venezolano que tenemos en estos albores del siglo XXI.

III
ES EN LA DÉCADA de los años cincuenta del siglo pasado, cuando irrumpe entre nosotros una creadora que habría de revolucionar nuestro pueblerino y raquítico panorama teatral. Nos referimos a quién fuera, en considerable proporción, la máxima responsable del teatro para niños que habría de darse en el país en las décadas posteriores: Lily Álvarez Sierra, la gran dama del teatro infantil venezolano.
Lily Álvarez Sierra llega a Venezuela en 1952 y las historias que trae en sus 26 maletas son adaptaciones de cuentos clásicos (Alicia en el país de la Maravillas, Caperucita Roja, La Cenicienta). Su presencia entre nosotros inyectó un inesperado vigor a la incipiente cartelera teatral dirigida a los niños, al extremo de convertirse en referencia indiscutible para el estudio y comprensión de este arte en Venezuela.
Esta ejemplar creadora no sólo se pasea por todo el país con sus pesados telones y sus tres mil kilos de equipaje, sino que echa las bases para el nacimiento y reconocimiento del género teatral infantil como tal, habida cuenta de la seriedad y profesionalismo que le imprime a la actividad. Su temprano manejo de elementos gerenciales en materia cultural la lleva a crear en 1958 la primera escuela de teatro infantil que funcionó en el país.
La obra de Lily Álvarez Sierra es inconmensurable, más aún si la ubicamos en la Venezuela rural de los cincuenta, en la que habría que imaginársela junto a su infatigable Gabriel, concertando funciones entre Caracas y Maracaibo, en un país en donde la telefonía prácticamente era un sueño, movilizando cargas y decorados por carreteras de tierra y presentándose en escenarios que es mejor no describir. Lily Álvarez Sierra, a quien se le otorgará en el año 2002 el Premio Nacional de Teatro, fallece en Caracas, el 10 de octubre de 2003, dejando como herencia, no sólo una sólida obra y su aporte pionero, sino el talento de sus nietos, quienes hoy transitan el mismo camino de juglares andado por su abuela, ya trascendida en figura mítica del teatro infantil venezolano.
Es, en definitiva, Lily Álvarez Sierra el personaje que marca el “antes” y el “después” del teatro infantil de nuestro país.
Un “antes", según nos refiere Nury Delgado, en el cual el niño, era un invitado de segunda a la mesa del teatro y como tal, debía conformarse con lo que los adultos, que eran los espectadores “de primera”, dejaban para él: ¡cuatro siglos comiendo las sobras de jerusalenes, zarzuelas, operetas y comedias!
Lo suficiente para que los niños de la época, víctimas del más severo raquitismo teatral y crónicamente anémicos de diversión, se engolosinarán con esta hada llegada de Chile con sus mágicas historias en las que, por primera vez, reconocerían un “algo” expresamente preparado para ellos.
Esto no desestima, como hemos señalado, la obra de aquellos artistas que ya venían trabajando para los niños. Insistimos en ello, por cuanto hay valiosas evidencias de espectáculos que, sin haber sido diseñados especialmente para niños, parecieron haber llenado en algún momento ese vacío.
Tal es el caso de Orquídeas azules (1941), anunciada como “la primera opereta venezolana”, en cuyo argumento concurren personajes y situaciones de gran proximidad a lo que hoy entendemos o aceptamos como una obra para niños.
Su autora, Lucila Palacios, construyó una pieza de alto vuelo nacionalista que se inspira en las leyendas de Guayana y que Castro Fulgencio López, al ser citado por Nury Delgado, calificará en su momento como “hermana de las maravillosas reminiscencias de los cuentos de Grimm, de Perrault y del viaje encantado de los niños de Maeterlinck en la búsqueda infructuosa del pájaro azul”.
Lo demás, hacia delante, es historia reciente, lo suficiente como para que la mayoría de los nombres y títulos que consideramos para la definitiva selección de las cuarentas obras que conforman la publicación que ha dado pie a esta ponencia, sean demasiado cercanos, demasiado próximos en la memoria (y también en los afectos).

IV
DEFINIDA LA DÉCADA de los años cincuenta del siglo pasado, finales de la dictadura Pérezjimenista e inicios del período democrático representativo, como la que determina el comienzo de la contemporaneidad de nuestro teatro infantil, es justicia incluir, junto al nombre de Lily Álvarez Sierra, aún cuando sin la proyección de ésta, los de Eduardo Francis, Freddy Reyna y Esther Valdés, cuya labor pionera forma parte de esa historia afortunadamente reivindicada por trabajos como el de Nury Delgado, con quien el teatro y los niños tienen una deuda de gratitud por ayudarnos a rescatar su memoria en el libro ya aludido.
Sin embargo, la respuesta a una pregunta lleva a la formulación de otra: si los cincuenta marcan los inicios del teatro infantil en Venezuela, ¿a partir de cuándo podemos comenzar a hablar de una dramaturgia para niños?
Comencemos, entonces, por aclarar qué entendemos por dramaturgia infantil.
Aquí se presenta el mismo problema que se plantea cada vez que alguien intenta rescatar la tan vieja como inútil discusión acerca de la diferencia entre teatro “infantil” y teatro “para niños”.
¿Cuál es la diferencia entre una cosa que es “infantil” y una que es “para niños”?
“Infantil”, según la mayoría de los diccionarios, es “relativo a la infancia”, en tanto que ésta es definida como “período de la vida comprendido, aproximadamente, entre el nacimiento y los siete años”. Así, la condición de “infante” la tienen aquellos niños o niñas de dicha edad, con todo lo cual el teatro infantil sería, según estos parámetros, aquel que va dirigido a niños no mayores de siete años. Ridículo, ¿verdad?
Con la expresión “para niños” sucede algo parecido: ¿es “para niños” porque quienes lo hacen son niños? o, ¿será que quienes trabajan en él son adultos que actúan para niños? O, a lo mejor, las dos cosas a la vez, es decir, ¿niños que hacen teatro para que otros niños lo vean? o ¿no será acaso el que siendo hecho por niños puede también ir dirigido a los adultos? ¿Qué demonios es teatro para niños? y ¿qué es un niño? Volvamos al diccionario:
Niño: “Que se halla en la niñez, que tiene pocos años, que tiene poca experiencia".
Niñez: “Período de la vida humana que abarca desde el nacimiento hasta la adolescencia”.
El asunto se complica ya que, según esto, se es infante hasta los siete y niño hasta los dieciocho.
Con respecto al teatro “infantil” o “para niños”, pareciera que tan bizantina cuestión tiene su origen en la compañías conformadas por niños y por niñas en el siglo XIX, las cuales, para diferenciarlas de los elencos adultos, eran llamadas “infantiles”, a pesar de que no necesariamente se presentaban ante una audiencia infantil ni sus espectáculos tenían estas características.
Por alguna razón y con la gratuidad de este antecedente, comenzó a generalizarse tal conseja, no existiendo etimológica ni conceptualmente ningún razonamiento que la sustente. Se trata de una calificación tan absurda y vacía como pretender etiquetar la literatura “infantil” como aquella que hacen los niños, la música “infantil” la que componen y ejecutan los niños y la pediatría, que es “medicina infantil” , aquella en la que los médicos y las enfermeras son niños y niñas que diagnostican, medican y operan a las personas.
Volvamos, entonces, al origen del problema y adoptemos como mero formalismo el uso de una u otra palabra para designar el mismo asunto y que, en el caso que nos ocupa, se refiere claramente a aquellas obras dramáticas escritas para niños y niñas, independientemente de la edad de su autor, de sus intérpretes y, por su puesto, del público que pueda apreciarlas.
En lo sucesivo, cada vez que hablemos de dramaturgia infantil o para niños, nos estaremos refiriendo exactamente a lo mismo.
Aclarado el punto, pasemos a respondernos la pregunta que originó esta tan inútil como inevitable digresión: ¿a partir de cuándo podemos comenzar a hablar de una dramaturgia para niños en Venezuela? Resulta revelador comprobar que no es sino hasta bien avanzada la década de los setenta del siglo XX, cuando comienza nuestro teatro para niños a dar señales de un desarrollo dramatúrgico que permita suponer el surgimiento de propuestas autorales propias, lo que podríamos llamar una dramaturgia infantil venezolana.
Por supuesto que las excepciones siempre confirmaran las reglas y buena parte de esas excepciones están presentes en esta investigación.
Por otra parte es lógico y comprensible que transcurrieran casa tres décadas desde la llegada de Lily Álvarez Sierra a nuestro país, para que germinara un movimiento grupal que, a nuestro juicio, incide de manera determinante en el nacimiento de una joven dramaturgia infantil.
Hablamos de excepciones y éstas tienen nombre y apellido en el tránsito de los años que van de 1952 hasta 1975, y son los que testifican la obra de creadores como María Luisa Escobar, Manuel Trujillo, Gilberto Agüero, Alicia Ortega, Levy Rossell, Germán Ramos y Clara Rosa Otero, esta última promotora de un proyecto de particular relevancia como el Teatro Tilingo, en el cual desarrolló una intensa actividad, adaptando obras de la literatura universal, mitos y leyendas indígenas y versiones de cuentos de la picaresca tradicional venezolana.
Casos similares los de Alicia Ortega (Las cuatro tablas), Levy Rossell (Arte de Venezuela) y Germán Ramos (Porque un día salga el sol sin nubes que lo oscurezcan); creadores cuyo aporte grupal fue determinante en la conformación del teatro infantil venezolano, de su dramaturgia y de su historia.
En otros casos y lamentablemente, ya fuera por la dificultad de ubicar al autor o a sus familiares, o por la inexistencia del texto que pudo dar origen a su puesta en escena, muchas de las líneas que dieron vida a algunos de los montajes de las obras de éstos y otros autores, se las llevó el olvido. Otras, tras un seguimiento casi detectivesco, pudieron ser rescatadas e incorporadas al trabajo de recopilación que aludimos aquí.
Es lo que en un estudioso llamaría “limitaciones de la investigación” y que, en nuestro caso, representa el dolor de verificar lo frágil de nuestro oficio, su esfímera y vulnerable memoria.

V
CABE, ENTONCES, PREGUNTARSE: ¿cuáles son las razones que determinan esa segunda gran coyuntura del teatro para niños en nuestro país? ¿Cómo y de dónde surge esa dramaturgia que comienza a hablarle a nuestros niños y niñas de héroes y paisajes propios? ¿Quién o quiénes tomaron la decisión de destronar a príncipes y dragones de nuestras salas para aventurarse por caminos más próximos y reconocibles para la infancia venezolana?
Las respuestas a estas preguntas nos conducen de manera clara a un artista que, al igual que Lily Álvarez Sierra, marcó de manera determinante el momento que le tocó protagonizar como la gran figura del teatro infantil venezolano de la década de los setenta.
Nos estamos refiriendo a Rafael Rodríguez Rars, referencia inevitable para la comprensión del teatro infantil que se hace en el país durante las décadas posteriores. Rodríguez Rars con su grupo Teatro de Arte Infantil y Juvenil (TAIJ), fundado en 1975, inaugura un estilo novedoso de hacer teatro infantil entre nosotros, sorprendiendo con espectáculos cargados con una fuerte dosis de crítica política y social, planteando temas absolutamente inéditos en el teatro para niños en Venezuela, como la lucha de clases, la corrupción, el fascismo, confrontados con originalidad y valentía a un público habituado a historias convencionales.
Hay que acotar, no obstante, que el trabajo dramatúrgico de Rodríguez Rars es arropado por el de director, al punto de que muy pocas personas reconocen en él al autor de las mayoría de las obras que llevó a escenas con el TAIJ, muchas de ellas trabajadas en coautoría con Yolanda Tarff.
Sin embargo, es a partir de él y como consecuencia de la influencia que ejerció sobre las nuevas generaciones de creadores que se asomaban a la escena en aquellos años, que el teatro infantil venezolano, y con éste su dramaturgia, comienza a plantearse propuestas temáticas y espectáculos de mayor riesgo y experimentación.
Entre los trabajos más representativos de este autor, fallecido en Caracas el 7 de diciembre del año 2001, figuran La Escalera de Rico Mc Pato, La Loca Ciudad, La caja de las sorpresas, Glu Glu, el perro que habla, La Isla de los Soñín, Lanzalote en el siglo XXI y, a nuestro juicio, su pieza más exitosa: La imaginable imaginación.

VI
IMPULSADO POR INFLUENCIA de Rodríguez Rars y motivado por el éxito de sus llamativos montajes, se comienza a gestar en el país un sorprendente “boom” de grupos teatrales para niños, que tiene como lógica consecuencia la escritura de numerosos textos que posibilitan la producción de espectáculos o que se desprenden de éstos.
La diversidad es el signo que marca a esta nueva generación de creadores, con propuestas tan diversas en las que los clásicos comienzan a mezclarse con historias de ciencia ficción, el realismo con la fantasía, espectáculos multimedia con trabajos de calle, piezas marcadas por el costumbrismo que van de la mano con la comedia del arte y el circo, todo un festín dramatúrgico-literario al que le cuadraría de maravilla la expresión acuñada por el titiritero colombiano Iván Darío Álvarez: “El arte es, a fin de cuentas, como un gran restaurante en donde todos los platos son a la carta”.
A la par con este escenario, comienzan a darse convocatorias a talleres y concursos de dramaturgia infantil, entre las cuales merecen destacarse los de la Universidad Central de Venezuela, la Fundación José Ángel Lamas y la Asociación Venezolana del Profesionales del Teatro (AVEPROTE), de los cuales salen títulos representados y publicados, en una acción desencadenante que promueve el nacimiento de nuevos talentos que son los que, fundamentalmente, sostienen el teatro para niños de los años posteriores.
Si a ello sumamos la acción determinante del Teatro Infantil Nacional (TIN), institución que con su proyecto “Todos para Uno” motivó la incursión en la dramaturgia para niños de autores de gran prestigio, hasta ese entonces exclusivamente dedicados al teatro para adultos, y al reconocimiento, por medio del Premio TIN, a los escritores del género, habremos de concluir ratificando que, en efecto, son los años que van de los setenta a los noventa del siglo XX los que marcan el nacimiento, desarrollo y consolidación de una dramaturgia infantil venezolana, un movimiento con personalidad definida, particularmente sensibilizado hacia la búsqueda de un lenguaje propio y de una temática representativa de nuestros valores y de nuestra identidad.
El acopio y difusión de los textos más representativos de esta dramaturgia es el objetivo de la antología que hemos enunciado, publicada en el año2005 por el Fondo Intergubernamental para la Descentralización –Fides– y en la que se incluye un conjunto de obras que por su singularidad histórica también merecen ser conocidas por las nuevas generaciones.
Los criterios que se tomaron en consideración para la selección de las obras incluidas fueron los siguientes:
Obras ganadoras de premios de dramaturgia infantil u otros reconocimientos.
En esta categoría se ubica La historia del Cid Escobante, de Rubén Martínez Santana; ¿Quién se comió el cuento?, de Lali Armengol; La luna de Jabillo, de Jaime Barres; Los días de contar estrellas, de Omer Quieragua; ¿Quién se tomó la Vía Láctea?, de Luiz Carlos Neves; ¿Qué sueña el dragón?, de Mireya Tábuas; Capullito de alhelí, de Armando Holtzer; Pasa que no pasa pasando, de Carlos Sánchez Delgado; Sintonía o ¡Hay un extraño en mi casa!, de Elio Palencia; El circo más grande del mundo, de César Sierra; Perro callejero, de Irma Borges; Billo’s para niños, de Alecia Castillo y Alas de primavera, de Eddy Díaz Sousa.
La mayoría de estas obras fueron llevadas a escena y cumplieron exitosas temporadas en salas de Caracas y del interior del país, razón por la cual muy probablemente también merecerían estar en la segunda categoría creada para clasificar las piezas que se detallan a continuación.
Obras exitosas durante su representación.
En esta categoría hemos ubicado: Los juguetes perdidos de Aquiles, de Néstor Caballero; Cajita de arrayanes, de Lutecía Adam; Amalivaca: una fábula, de Carmelo Castro; El feliz viaje del grillito loco, de Germán Ramos; La rebelión de los títeres, de Julio Riera; Hubo un árbol, de Pedro Riera; Las aventuras de Piojito, de Gilberto Agüero; Buscando a Dodó, de Romano Rodríguez; El caballero verde, de Xiomara Moreno; Sigfrido contra el gigante, de Javier Moreno; La imaginable imaginación, de Rafael Rodríguez Rars; El tesoro de Rosalía, de Rossana Veracierta y Martín Brassesco; ¿Por qué los gnomos menean la cabeza?, de Morelba Domínguez y Armando Carías; El lobo es el lobo, de Alicia Ortega; Hola público, de Levy Rossell; El último vendedor de ilusiones, de Diego Sadot; La bruja encantada, de José León; Teresita, de Hely Berti y Mátame de risa de Karín Valecillos.
Como se aprecia, éste es el grupo mayoritario de obras, hecho significativo, ya que su inclusión está determinada por las variables más apreciadas para un espectáculo teatral: la aceptación del público, el elogio de la crítica y el crecimiento artístico.
Obras escritas por personalidades del medio intelectual venezolano.
Finalmente, un grupo de obras que, además de sus méritos literarios y sus cualidades como teatro infantil, revelan el singular honor de haber sido escritas por relevantes personalidades de las letras venezolanas, lo cual, en un ambiente de tanta indiferencia y apatía hacia el género, se convierte en un hecho que no puede dejar de señalarse.
Aquí hemos ubicado Orquídeas azules, de Lucila Palacios; La hija de Juan Palomo, de Ida Gramcko; Los grillos de la muerte, de Velia Bosch; La guerra de Tío Tigre y Tío Conejo, de Rodolfo Santana; La viveza de Pedro Rímales, de Arturo Uslar Pietri; La Cenicienta en Palacio, de José Antonio Rial; La sopa de piedras, de José Ignacio Cabrujas y El príncipe encantado, de Gabriel Martínez.
En necesario señalar que a todos los autores presentes en la Antología se les invitó a revisar y corregir sus obras si así lo deseaban. Algunos aceptaron retocar líneas que, a lo mejor, en su ocasión no fueron todo lo precisas que ellos hubieran deseado. Otros optaron por ser fieles a sus originales o, simplemente, consideraron que no había en sus textos nada que cambiar. Hubo, incluso, quienes solicitaron se publicara la versión que de su obra había hecho el director o grupo encargado de su puesta en escena.
En el caso de autores fallecidos, se solicitó la autorización de sus familiares, por lo que la versión que se publicó es la que éstos suministraron o, en su defecto, la que llegó a nuestras manos después de ser rescatada de alguna gaveta olvidada o gracias a la gentiliza de un amigo.
En cuanto al criterio utilizado para contextualizar las obras, optamos por asociarlas con los eventos y circunstancias que hicieron posible su nacimiento y proyección como productos dramáticos, vinculándolas con los grupos que materializaron su montaje.
A los efectos de su presentación y por razones metodológicas, las obras fueron organizadas cronológicamente (1941-1974, 1978-1988, 1988-1992 y 1993-2002).
Obviamente, pudieran aplicarse otros criterios y clasificarse por temáticas o según las edades del público al cual van dirigidas, por ejemplo. Todos serían igualmente válidos y seguramente muy útiles a los efectos de hurgar en sus referentes históricos y en la motivación para su escritura.
Atendiendo esta inquietud y como complemento lógico de un trabajo que aspira orientar en el conocimiento de la dramaturgia infantil venezolana, cada una de las obras que se ofrecen están antecedidas de una síntesis biográfica del autor o autora y un comentario que, de alguna manera, ilustra la semblanza que de éste se hace.
40 autores en busca de un niño no es únicamente un trabajo antológico. Es también el registro de una parte significativa de la historia del teatro infantil venezolano; es un documento que nos habla de su evolución y de sus artífices. Es el testimonio de un tiempo y de un espacio.
Es el espejo que nos devuelve la imagen de los niños y niñas de nuestro país, de sus paisajes y sus gentes.
Aspiramos que lo laborioso de la tarea emprendida, tenga su correspondencia en la difusión del trabajo de los cuarentas autores que han salido en la búsqueda de ese niño, que también aspira encontrar a ese creador que sepa hablarle de su teatro, de su realidad y, sobre todo, de sus sueños.

Caracas, noviembre 2006.
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Armando Carías es escritor, director teatral, comunicador social y promotor cultural. Director –fundador de los grupos “Los Carricitos”, Aló (CANTV), Caracola (Ateneo de Cumaná), Teatro Infantil de Muñecos (Fundacomún) y Teatro Universitario para Niños “El Chichón”, de la Universidad Central de Venezuela. Es presidente fundador del Teatro Infantil Nacional (TIN), miembro del Consejo Nacional de Teatro (CONAC). Jefe del Departamento de Teatro y Danza de la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela. Creador y docente de la Cátedra de Teatro Infantil en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela; también profesor del Instituto Universitario de Teatro (IUDET-CONAC) y de la Universidad “José María Vargas”. Autor del proyecto para la creación de la cátedra de “Comunicación para la Infancia” en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Bolivariana de Venezuela. En dramaturgia infantil han sido editadas sus obras: ¿Por qué los gnomos menean la cabeza?, Abuelo ¿quién pintó el mar de rojo?, Viva la caja boba y Anatomía de un chichón. A lo largo de 33 años de actividad escénica ha escrito y dirigido un centenar de espectáculos para niños, niñas, jóvenes y adultos, con los cuales ha obtenido los reconocimientos: Premios “Juana Sojo”, “Círculo de Críticos de Venezuela” (CRITVEN), Dramaturgia “Aquiles Nazoa” conjuntamente con Morelba Domínguez, Teatro Infantil Nacional, Municipal, Rafael Ángel, Cecodap, Monseñor Pellín; Premio Municipal de Periodismo por la revista “El Chichón de Papel”, “Ollantay” (Latinoamericano) y “Cuchillo Canario” (Hispanoamericano), entre otros.
Si desea comunicarse con Armando Carías, éste es su correo electrónico:
armandocarias@gmail.com
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Obras que contiene el libro
40 autores en busca de un Niño


Tomo I
Orquídeas azules (1941), Lucila Palacios.
La viveza de Pedro Rimales (1950), Arturo Uslar Pietri.
La hija de Juan Palomo (1955), Ida Gramcko.
El príncipe encantado (1959), Gabriel Martínez.
¡Hola público! (1967), Levy Rossell.
La sopa de piedras (1971), José Ignacio Cabrujas.
El lobo es el lobo (1972), Alicia Ortega.
La rebelión de los títeres (1973), Julio Riera.
Hubo un árbol (1974) Pedro Riera.
Las aventuras de Pio Jito (1974) Gilberto Agüero.
Tomo II
La inimaginable imaginación (1978), Rafael Rodríguez Rars.
Cajita de arrayanes (1982), Lutecia Adam.
El feliz viaje del grillito loco (1982), Germán Ramos.
Amalivaca, una fábula (1983), Carmelo Castro.
¿Por qué los gnomos menean la cabeza? (1983), Armando Carías y Morelba Domínguez.
¿Quién se comió el cuento? (1984), Lali Armengol Argemí.
Los días de contar estrellas (1984), Omer Quieragua.
La luna de Jabillo (1984), Jaime Barres.
Sigfrido contra el gigante (1986), Javier Moreno.
Los juguetes perdidos de Aquiles (1988), Néstor Caballero.
Tomo III
El último vendedor de ilusiones (1988), Diego Sadot.
La historia del Cid Escobante (1990), Rubén Martínez Santana.
Sintonía o… ¡hay un extraño en mi casa! (1990), Elio Palencia.
La guerra de Tío Tigre y Tío Conejo (1990), Rodolfo Santana.
¿Quién se tomó la Vía Láctea? (1990), Luiz Carlos Neves.
La Cenicienta en palacio (1990), José Antonio Rial.
¿Qué sueña el dragón? (1990), Mireya Tábuas.
Buscando a Dodó (1991), Romano Rodríguez.
Pasa que no pasa pasando (1991), Carlos Sánchez Delgado.
Los grillos de la muerte (1992), Velia Bosch.
Tomo IV
Capullito de alhelí (1993), Armando Holtzer.
El caballero verde (1994), Xiomara Moreno.
El tesoro de Rosalía (1996), Martín Brassesco y Rossana Veracierta.
La bruja encantada (1997), José León.
Perro callejero (1999), Irma Borges.
El circo más grande del mundo (2000), César Sierra.
Billo’s para niños (2001), Alecia Castillo.
Alas de primavera (2001), Eddy Díaz Souza.
Teresita (2001), Heli Espinoza Berti.
Mátame de risa (2002), Karín Valecillos.
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12.01.2006

PROSOEMA No. 7 (1/12/2006)



ESTE NÚMERO está dedicado, en su mayor parte, al poeta colombiano Rafael Pombo de quien presentaremos la Introducción de su hoy olvidado Nuevo método de lectura y uno de sus más celebrados poemas para los niños: El gato bandido. A continuación, ofreceremos un fragmento del ensayo El desenlace de los cuentos como ejemplo en las funciones de la LIJ, de la profesora catalana Teresa Colomer Martínez.

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NUEVO MÉTODO DE LECTURA

Rafael Pombo

ESTE NUEVO MÉTODO para enseñar a leer y para asentar desde temprano por medio de la lectura las bases de la educación y de la conducta de la vida es una combinación completamente nueva y original, basada en la observación de los rasgos de carácter y aptitudes naturales distintivas de la infancia.
El niño prueba desde que nace un fuerte sentimiento del ritmo o sea de la cadencia y medida de la palabra. Así como el camello parece gozar con el canto de la caravana o de su solo guía, y mientras oye el canto es infatigable, y aun dicen que ajusta su andar al ritmo de ese canto, el niño notoriamente gusta del canto de su nodriza, se duerme con él, y los cambios de su ritmo lo perturban mientras no está en profundo sueño. Esto demuestra la particular eficacia del verso para su enseñanza. Los versos lo atraen, le gustan, los repite con placer, y se le fijan indeleblemente en la memoria. Son tal vez el más poderoso medio nemotécnico observado y aprovechado en la enseñanza desde Pitágoras, Esopo y Solón, hasta Nebrija y hasta el Padre Isla, los Iriartes y nuestro ortógrafo Marroquín. De aquí que el pueblo siempre busca algo de ritmo y consonancia para sus proverbios, cristalización de su ciencia y experiencia y regla de su vida; de aquí su carácter contagioso, inolvidable, imperecedero. Y de aquí vino al autor de este Nuevo Método la idea de hacer un abecedario y cartilla de lectura en forma de retahila traviesa y caprichosa, en verso, que describiese la forma de las letras e introdujese al niño a reconocerlas prontamente con la vista y a combinarlas en sílabas, inculcando de paso en él sanos y oportunos principios religiosos y morales que, con la fuerza de proverbios aprendidos de los labios maternos, contribuyan a formar su corazón y dirigir su conducta en la vida. De aquí también un curso indirecto de instrucción en verso, sembrada desde la niñez para todas las edades. El niño (condición providencial para su desarrollo) es una bomba aspirante, no de razonamientos que lo fatigan, sino de imágenes; es esencialmente curioso, práctico y material; quiere que se le enseñe objetivamente, lo mismo que a los salvajes y a toda naturaleza primitiva. Como las imágenes son precisamente condición de la poesía, el carácter imaginativo de ésta, aplicado en fábulas, emblemas o simples símiles, dobla la eficacia del ritmo poético para imprimirles cualquiera lección moral, literaria o científica, que nunca olvidan más tarde, pues adquieren para ellos fuerza de axioma, de proverbio, de experiencia anticipada. De aquí que no sólo el curso de lectura, sino también el abecedario mismo, abundan en imágenes, en cosas, que encarnan la enseñanza o moralizan y la acuñan en la memoria y en su corazón.
La atención del niño se fatiga y desvía muy pronto, exige brevedad y variedad; pero sus sentidos descansan alternando el uno con el otro. De aquí que en el Nuevo Método se cambie la imagen leída o contada, en representación gráfica o visible. Sus ojos darán tregua a los oídos y los oídos a los ojos, y las más de las piezas deben ser cortas. El Abecedario compensa su extensión con su travesura, con su movimiento objetivo; pero, desde luego, irá aprendiéndolo por partes. La Cartilla Ilustrada responde igualmente a estos requisitos de brevedad y variedad.
El niño desarrolla con el cultivo una memoria extraordinaria; y es grande error el común decir de que sólo le agradan cosas pueriles y sin interés para personas mayores. El citado señor Marroquín (veterano observador e institutor) años atrás advirtió que, al contrario, no se divierten en cuentos tontos y en lenguaje de nodriza, sino en invenciones, relatos, novelas, comedias, etc., de verdadero interés para todos. Complácense además mucho en que se les trate como a grandes, por la ambición de serlo, y por la vanidad que empieza a apuntar en ellos. Varias pues de las piezas del curso nuevo de lectura serán extensas, y muchas serias. Aunque de niños no entiendan las últimas, ese es el tiempo de aprenderlas de memoria, para cuando puedan entenderlas. Por otra parte, los niños hispanoamericanos he observado que son mucho más precoces que los de otros países, así como en fatal compensación, una vez hombres suelen morir los nuestros mucho más temprano.
Son al mismo tiempo muy retozones, aquí y en todo el mundo: impulso natural y benéfico, para estimular su crecimiento y desarrollo. En todo el Nuevo Método se tiene en vista esta ley natural, empleando la jovialidad, la travesura, a veces la extravagancia para endilgarles a los altos fines del educador.
Son por otra ley natural muy egoístas, muy preferentemente atentos a su conveniencia, lucimiento y ventaja, obedeciendo, como los brutos a la necesidad de su propia conservación, para los innumerables casos e intervalos adonde no puede llegar la asidua atención de sus padres y vigilantes. Y por otra parte, en la raza española, generalmente rebelde a la necesidad de la economía y de la acumulación, conviene insinuar desde temprano estos principios. Respondiendo a este doble instinto del retozo y del interés, en el Nuevo Método se aplica un juego de sociedad para interesar por medio de él la atención del niño en la lectura, forzándolo a aprender pronto las combinaciones silábicas más difíciles y complejas y gran número de nociones o datos fundamentales de los varios ramos primeros de instrucción. El autor ensayó esta idea, que es suya, hace quince años en el seno de una familia en los Estados Unidos, y sus buenos resultados le sorprendieron pues excedieron a su previsión.
Los niños, en fin, son generalmente crueles, a veces feroces; tienden a mofarse del desgraciado y, como los gatos, a suprimir la vida de todo lo que se mueva, como para enseñarnos la degeneración que en el hombre produjo el pecado original, y que la piedad no es hija del instinto, sino de la religión, de la moral y de la propia experiencia. En tal virtud, el autor se propuso adelantar en su curso de lectura esa experiencia de la necesidad de la piedad de los corazones infantiles, tanto respecto a nuestros prójimos como de los dóciles servidores puestos con el nombre de brutos bajo nuestro imperio para la satisfacción de gran número de las necesidades de la vida: criaturas que sobre todo en cuestión pasiva, reciben el más inicuo tratamiento y sirven a los niños no de escuela práctica de piedad, sino de crueldad e ingratitud.

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Tomado del Nuevo método de lectura, que forma parte del libro Fábulas y verdades de Rafael Pombo.
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El gato bandido


Rafael Pombo

Michín dijo a su mamá:
"Voy a volverme Pateta,
y el que a impedirlo se meta
en el acto morirá.
Ya le he robado a papá
daga y pistolas; ya estoy
armado y listo; y me voy
a robar y matar gente,
y nunca más (¡ten presente!)
verás a Michín desde hoy".
Yéndose al monte, encontró
a un gallo por el camino,
y dijo: "A ver qué tal tino
para matar tengo yo".
Puesto en facha disparó,
retumba el monte al estallo,
Michín maltrátase un callo
y se chamusca el bigote;
pero tronchado el cogote,
cayó de redondo el gallo.
Luego a robar se encarama,
tentado de la gazuza,
al nido de una lechuza
que en furia al verlo se inflama,
mas se le rompe la rama,
vuelan chambergo y puñal,
y al son de silba infernal
que taladra los oídos
cae dando vueltas y aullidos
el prófugo criminal.
Repuesto de su caída
ve otro gato, y da el asalto
"¡Tocayito, haga usted alto!
¡Déme la bolsa o la vida!"
El otro no se intimida
y antes grita: "¡Alto el ladrón!"
Tira el pillo, hace explosión
el arma por la culata,
y casi se desbarata
Michín de la contusión.
Topando armado otro día
a un perro, gran bandolero,
se le acercó el marrullero
con cariño y cortesía:
"Camarada, le decía,
celebremos nuestra alianza";
y así fue: diéronse chanza,
baile y brandy, hasta que al fin
cayó rendido Michín
y se rascaba la panza.
"Compañero", dijo el perro,
"debemos juntar caudales
y asegurar los reales
haciéndoles un entierro".
Hubo al contar cierto yerro
y grita y gresca se armó,
hasta que el perro empuñó
a dos manos el garrote:
Zumba, cae, y el amigote
medio muerto se tendió.
Con la fresca matinal
Michín recobró el sentido
y se halló manco, impedido,
tuerto, hambriento y sin un real.

Y en tanto que su rival
va ladrando a carcajadas,
con orejas agachadas
y con el rabo entre piernas,
Michín llora en voces tiernas
todas sus barrabasadas.
Recoge su sombrerito,
y bajo un sol que lo abrasa,
paso a paso vuelve a casa
con aire humilde y contrito.
"Confieso mi gran delito
y purgarlo es menester",
dice a la madre; "has de ver
que nunca más seré malo,
¡oh mamita! dame palo
¡pero dame qué comer!"

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Rafael Pombo (1833-1912). Poeta colombiano nacido en Bogotá. Estudió ingeniería; luego se hizo diplomático y llegó a ser miembro del Parlamento de su país. Se le considera uno de los grandes poetas y narradores del romanticismo hispanoamericano. Entre los temas de sus poemas, se pueden señalar: el amor, la naturaleza, la desesperación y la soledad.La mayor popularidad la alcanzó en su país y en obras antológicas de la literatura infantil, especialmente los textos contenidos en su libro Cuentos pintados y Cuentos morales para niños formales (1854). Sus textos fueron reunidos de forma póstuma en Poesías (1916-1917) y Traducciones poéticas (1917).

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EL FIN DEL FINAL FELIZ

Teresa Colomer Martínez

HASTA LA DÉCADA de los años Setenta del pasado siglo XX, podía afirmarse que lo esperable en los cuentos infantiles es que terminaran “bien”. El protagonista podía caer en poder de una bruja y estar a punto de ser devorado, como pasa en Hansel y Gretel de los hermanos Grimm; podía ser separado de su familia y entorno para ir a servir a la ciudad, como ocurre en Heidi de Johanna Spiri; o podía verse obligado a sobrevivir como un robinson adolescente en Dos años de vacaciones de Jules Verne. Pero, por mucho que el lector se hubiera horrorizado, llorado o estado en tensión, podía tener la seguridad de que al final de la lectura experimentaría un alivio definitivo. El conflicto desaparecería para siempre y el lector podría emerger de su viaje literario con la satisfacción de la felicidad obtenida.
Precisamente, el desenlace positivo de los cuentos populares fue uno de los aspectos más valorados por los psicólogos que se dedicaron a analizar la literatura infantil a lo largo del siglo XX. Bühler, por ejemplo, ya lo hizo en 1918 y la obra de Bettelheim (1975) lo resaltó especialmente. El psicoanálisis hizo tanto énfasis en la virtud tranquilizadora del final que ello le llevó a rechazar rotundamente los escasos desenlaces de la literatura infantil que no resultaban nítidamente positivos, como ocurre con algunos de los cuentos de Andersen, como la Pequeña vendedora de fósforos o El soldadito de plomo, dominados por las corrientes románticas de su época. Por razones semejantes, los educadores abandonaron los antiguos cuentos didácticos que terminaban con el castigo de los protagonistas que se habían portado mal, un castigo que debía servir de lección a los pequeños lectores al enseñarles la manera en la que no debían comportarse.
Pero, a pesar de este consenso de partida, la literatura infantil y juvenil moderna ha ido ampliando las posibilidades narrativas con la utilización de diferentes tipos de finales. Ya no son siempre felices ni se dividen en una simple dicotomía entre acabar bien, si el protagonista se ha portado correctamente, o acabar mal, si se ha saltado las normas. En realidad, sólo un 60% aproximadamente de las obras de calidad de la década de los años ochenta continuaba la tradición de resolver el conflicto inicial haciéndolo desaparecer. La desviación de la norma convencional del género en una proporción tan alta (casi un 40%) resulta verdaderamente espectacular ya que el final de los cuentos supone un elemento decisivo tanto para otorgar sentido a la narración, como para provocar la reacción emotiva del lector.
Este aspecto resulta muy revelador, pues, de los cambios habidos en la literatura infantil y juvenil durante las últimas décadas y puede servirnos para ejemplificar el modo en el que los cuentos se adaptan a su contexto para seguir cumpliendo las funciones atribuidas a la educación literaria de los niños que acabamos de señalar. Así que podemos preguntarnos: ¿por qué las historias infantiles han sufrido estos cambios en nuestras sociedades occidentales? Por lo pronto, si se analizan las obras que se apartan de la norma habitual, puede verse que se han adoptado tres nuevas posibilidades básicas de desenlace:
– La aceptación y asunción del conflicto por parte de los personajes, dentro de unas nuevas coordenadas de vida.
– Los finales abiertos que nos dejan sin saber cómo termina el conflicto planteado.
– Los finales negativos que dejan el conflicto sin solucionar.

(Fragmento de El desenlace de los cuentos como ejemplo en las funciones de la LIJ). El texto completo aparece en la siguiente dirección:

http://www.revistaeducacion.mec.es/re2005/re2005_16.pdf.

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Teresa Colomer Martínez es profesora de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona, España.
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