2.22.2007

PROSOEMA No. 18 (23/02/2007)



LAMENTO

Luiz Carlos Neves



¿USTED LO DUDA? Pues le digo la verdad. En las noches, cuando mis padres salen, no tengo miedo. Porque tío Joaquín, Quintico, viene a cuidar de nosotros.
El tío Quintico hace a cualquiera dormir. Claro, él sabe cantar historias. De vez en cuando me enseña música.
Una noche de estas, pienso fue el jueves pasado, él llegó. Cargado de libros, como siempre.
Yo ya estaba en pijama, pues no me gusta dormir en dormilona. Mi mamá me dio un beso y papá me dijo de portarme bien. Esas cosas que dicen todos los padres.
No bien el tío Quintico llegó, yo ataqué:
–Tío, cuenta un cuentico...
–¿De miedo?
–Eso es.
El tío, sí, sabe de las cosas. No conversa, ni está con pereza. Va directo al punto, al cuento.
Después de tres historias repetidas y dos nuevas, mi hermano se durmió. ¿Usted no entiende? No es que el tío no conozca muchos cuentos. Él se los sabe todos y algunos más. Pero a mi encanta que me repita algunos, los preferidos.
Pero ahí, Pedro berreó allá en la cuna. Justo en el medio de la aventura, cuando el fantasma se le aparece a la muchacha. El tío fue a verlo. ¡Al fantasma no, a Pedro! Cambió el pañal, dio el tetero, lo hizo eructar. Y Pedro llorando.
Cuando el tío lo puso en la cuna fue peor. Gritaba y lloraba, lloraba y gritaba. Era pura maña. Cuando tío Quintico lo cargaba, mi sinvergüenza de hermano paraba la lloradera. Al volver a la cuna, recomenzaba la cantinela.
“Nada original este Pedro –pensé–. ¿Por qué no se dormirá?”
El tío, ya desesperado, puso al Pedro en la cuna. ¡Fue aquel escándalo! Quintico ni se inmutó. Tomó el cuatro que estaba por ahí y comenzó a tocar.
Mi hermano se quedó quieto, mirando los sonidos que salían del instrumento y que entraban, oídos adentro, sin ni siquiera pedir permiso. Cuando el tío paraba, Pedro refunfuñaba.
Al principio, la música no quería salir. Era sólo un plen–plen–plen. Después apareció un sonido flaquito, sin mucha convicción. Poco a poco surgió en el aire un lamento, y no era de Pedro, sino del cuatro.
El tío cogió un papel de música, de esos con pentagrama. Comenzó a escribir. Punteaba y escribía. Y viceversa.
Al día siguiente, cuando desperté, Quintico ya se había ido. Pero me dejó una nota, con un recado musical. Era la melodía escrita la noche anterior.
Ahora yo también sé hacer a Pedro dormir, al son de mi cuatro. Toco la música compuesta por mi tío. En el mismo cuatro, roto, de una cuerda sola. Mi cuatro, cuatrico, cuatriquintico.

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Luiz Carlos Neves (1954). Escritor venezolano nacido en Brasil. Escribe para niños en los géneros poesía, cuento, novela y teatro y, para adultos, ensayos. Además, es cuentacuentos, abogado especializado en Derecho Ambiental y profesor de Literatura Dramática en el Instituto Universitario de Teatro. Ha publicado 31 libros y recibido numerosos premios. Entre sus títulos más conocidos destacan Hazañas del sapo Cururú, Duendes de aquende y allende, La gotica testaruda y otras fábulas, Amigo es para eso y Carabela calavera.
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PEQUEÑA SIRENITA NOCTURNA

Armando José Sequera




EL MISMO DÍA QUE CUMPLÍ once años, el tío Ramón Enrique salió bien temprano para el Parque Morrocoy y cerca de una de las islas pescó una sirena. Por la tarde, cuando regresó a Barquisimeto, la metió en una jarra transparente y me la regaló.
La sirena hacía un ruido con la garganta que sonaba como “olaadí” y así la llamamos. Era del tamaño de una anchoa, tenía el cabello rubio y largo, tan largo que le cubría toda la espalda. Su mitad de mujer era tibia y muy suave y la de pez bastante áspera. Lo que más me gustaba de ella eran sus ojos enormes y sus pechos chiquiticos como un par de frijoles.
Al principio nadaba asustada en círculos dentro de la jarra, a la que puse en mi mesa de noche. Luego se quedó tranquila, cuando miró en lo profundo de mis ojos y supo que yo era incapaz de hacerle daño.
Durante los primeros días la tía Petra, mamá y mi abuela se escandalizaron de su desnudez y no recuerdo cuál de ellas le cosió unos sujetadores que se negó a usar. Después la aceptaron como estaba y hasta le tomaron cariño, sobre todo desde la tarde en que comenzó a cantar.
Esa tarde, con su voz delgadita como el hilo del que cuelgan las gotas de lluvia, entonó una canción que resquebrajó la jarra y estuvo a punto de causarle una desgracia. A partir de ese momento, cada vez que cantaba la metíamos en una olla de peltre, en cuya superficie sobrenadaba un tapón de corcho que ella usaba como asiento flotante.
En el año y medio que vivió con nosotros aprendió a hablar como los indios de la televisión y repetía con acento extranjero todas las groserías que mis primos, mi hermano y yo le enseñábamos.
Como antes de dormirse en el fondo de la jarra le encantaba escuchar la música de Mozart, a partir de no sé qué momento y hasta que la devolvimos al mar la llamamos “Pequeña Sirenita Nocturna”. Después el nombre nos pareció muy largo y solamente la llamábamos “Pequeña”. Únicamente la tía Petra siguió llamándola Olaadí.
Un amanecer me despertó su llanto. Gemía con ese silbido cristalino que hacen las copas llenas de agua, cuando hace frío y se les acarician los bordes.
Demoró bastante en serenarse. Cuando lo hizo me habló con franqueza. Me dijo que desde hacía varias noches esperaba que yo me durmiera para ponerse a llorar. No quería que me sintiera culpable de su tristeza.
Me molestó saber que quería volver al mar pero al rato comprendí que ella vivía en la jarra como una prisionera y no como una amiga.
Esa misma mañana el tío Ramón Enrique nos llevó hasta la isla donde la había capturado. Tardamos casi tres horas en llegar y, durante el viaje, a la sirena se le alegraron los ojos como si repentinamente se hubiera enamorado.
Se emocionó tanto al ver el mar que subió hasta el borde de la jarra y varias veces saltó fuera de ésta como un delfín.
La última parte del viaje la hicimos a bordo de una lancha y, para espantarme la tristeza, la sirena cantó a dúo con el tío Funiculí Funiculá, una canción italiana.
Ya en la isla, la saqué de la jarra, la abracé con el meñique de mi mano derecha y la coloqué en la playa sobre un caracol vacío.
El mar la borró con la siguiente ola.
Antes de irse, sonrió, alzó y agitó el brazo y dijo como en las películas de vaqueros:
–¡Vayan con Dios, amigos!
Cuando no la vimos más, sentí que me ardía la mirada porque dos lágrimas trataban de deslizarse fuera de ella.
–¿Te cayó arena en los ojos? –preguntó el tío.
–Sí –respondí.
–A mí también –dijo y, abrazándome, me llevó hasta el automóvil.
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Armando José Sequera (1953). Escritor y periodista venezolano, autor de 44 libros, gran parte de ellos para niños y jóvenes. Ha obtenido dieciséis premios literarios, tres de ellos internacionales. Entre sus libros destacan Evitarle malos pasos a la gente, Pequeña sirenita nocturna, Fábula de la mazorca, Teresa, Mi mamá es más bonita que la tuya, Funeral para una mosca y El aprendiz de científico.

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Ambos cuentos fueron publicados en Espigas blancas en el corazón del tiempo. Cuentos venezolanos y cubanos para niños. Casa Nacional de las Letras, Caracas, 2004. Selección, notas y prólogo de Enrique Pérez Díaz (los textos venezolanos) y Laura Antillano (los cuentos cubanos).


Sobre esta antología hablamos en el número anterior, cuando publicamos dos textos de la sección de autores cubanos: ¡Prrrrrr! , de Julia Calzadilla y Le dicen gato, de Enid Vian.