12.14.2006

PROSOEMA No. 9 (15/12/2006)

PRESENTACIÓN

Este número prenavideño contiene un cuento de la destacada narradora argentina Ema Wolf y una recopilación de testimonios de escritores y editores españoles, que dan cuenta de cuáles fueron los libros fundamentales en su infancia y cómo llegaron a ellos.
Queremos agradecer a nuestros lectores, cuya cantidad aumenta de edición en edición, por permitirnos llegarles con los textos propios y ajenos que presentamos en este espacio. Como muchos saben, provenimos de la prensa escrita y no ha sido fácil el paso al mundo virtual. Sin embargo, aquí estamos y queremos seguir mostrando cuanto se hace en la literatura infantil y juvenil en Venezuela y en el resto del mundo.
Por la asiduidad, gracias. De veras, gracias.

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EL REY QUE NO QUERÍA BAÑARSE

Ema Wolf


LAS ESPONJAS SUELEN CONTAR historias interesantes. El único problema es que las cuentan en voz muy baja. De modo que para oírlas hay que lavarse bien las orejas.
Una esponja me contó una vez lo siguiente:
En una época lejana las guerras duraban mucho.
Un rey se iba a la guerra y volvía treinta años después, cansado y sudado de tanto cabalgar, con la espada tinta en chinchulín enemigo.
Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue de guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañadera con agua caliente. Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañadera, el rey se negó.
—No me baño —dijo—. ¡No me baño no me baño y no me baño!
La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.—¿Qué pasa, majestad? —preguntó el viejo chambelán—. ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¡El jabón demasiado frío? ¿La bañadera es muy profunda?
—No, no y no —contestó el rey—. Pero yo no me baño nada.
Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.Con todo respeto, trataron de meterlo en la bañadera entre cuatro, pero tanto gritó y tanto escándalo hizo para zafar que al final lo soltaron.La reina Inés consiguió que se cambiara las medias —¡las medias que habían batallado con él veinte años!—, pero nada más.
Su hermana, la duquesa Flora, le decía:
—¿Qué te pasa, Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte...?
Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar:—¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañadera de agua tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono dramático:
—¿Qué soy yo, acaso? ¿Un rey guerrero o un poroto en remojo?
Pensándolo bien, Vigildo tenía razón. ¿Pero, cómo solucionarlo?
Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea.Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey.También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o a soplidos.
Todo esto lo metieron en la bañadera del rey, junto con algunos dragones de jabón.
Vigildo quedó fascinado ¡Era justo lo que necesitaba!Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados y ahí nomás inició un zafarrancho de salpicaduras y combate.Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:
—¡Avanzad, mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis, cobardes! ¡Por el flanco izquierdo! ¡Por la popa...!
Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.También que esa costumbre quedó para siempre.
Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuéntenme lo aburrido que es bañarse.
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Ema Wolf. Escritora argentina. Nació en Carapachay, provincia de Buenos Aires (Argentina), el 4 de mayo de 1948. Es licenciada en Lenguas y Literaturas Modernas por la Universidad Nacional de Buenos Aires. Desde 1975 trabajó en forma continuada para distintos medios periodísticos y revistas infantiles. En la década del 80, a partir de su vinculación con la revista infantil Humi, comenzaron a publicarse sus primeros títulos en el campo de la literatura para chicos. Fue cofundadora de la revista La Mancha, papeles de literatura infantil y juvenil, y, entre 1996 y 1998, formó parte de su Comité de Redacción.
Por su libro
Historias a Fernández, en el año 2000 ganó el Primer Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, otorgado por la Secretaría de Cultura de la Nación. En 2005, por la obra El turno del escriba —escrita en coautoría con Graciela Montes—, ganó el VIII Premio Alfaguara de Novela. Por su destacada producción bibliográfica, la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina (ALIJA) la nominó candidata por la Argentina al Premio Hans Christian Andersen en 2002, 2004 y 2006.
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EL LIBRO QUE ME CAMBIÓ LA VIDA

El sonido de las letras
Fernando Savater

Cuando les digan que lo audiovisual es enemigo de la lectura, no hagan caso. A través del oído y de las imágenes se puede llegar a descubrir la literatura. Así fue en mi caso, hace ya tanto tiempo. La isla del tesoro, mi relato preferido desde los siete años hasta hoy, lo escuché primero en disco antes de leerlo. Era una grabación de RNE: para mí, John Silver tendrá siempre la hermosa voz de barítono de Teófilo Martínez. Y en uno de los tebeos de Historias extraordinarias de la editorial mexicana Novaro, que devoraba semanalmente con bulimia insaciable, me encontré con Edgar Allan Poe. El cuento era El corazón delator y recuerdo bien la primera viñeta, nocturna y terrible, y las palabras iniciales: “Soy nervioso, muy nervioso, pero no estoy loco...”. La novela de Stevenson y las narraciones de Poe sirvieron de cimiento a mi pasión de lector. Pero no las convierto en fetiches de valor universal: si yo tuviese hoy aquella edad perdida y su perversa inocencia, quizá me iniciase a la comezón literaria con El señor de los anillos y la ayuda de Peter Jackson o con Pet Semetary de Stephen King, a través de algún juego de videoconsola... Sólo una cosa es segura: los libros que nos enganchan en la infancia son los que nos gustan a nosotros, piensen de ello lo que piensen los educadores. Porque leer es un vicio maravilloso, no una virtuosa necesidad formativa.
Fernando Savater es filósofo y narrador, autor de La infancia recuperada.
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Vida de otros niños
Clara Janés

Antes de saber leer tenía ya siempre cerca un libro. Era cuadrado, impreso a todo color, con un gran reloj en la portada cuyas manecillas de latón se podían mover, de modo que probablemente antes que las letras, pasaron a mi mente los números que marcan las horas. Se llamaba Tic-Tac, era obra de Mercedes Llimona y narraba, página a página -hora a hora-, lo que hacía una niña desde que se levantaba hasta que se acostaba. Es posible que mi instinto de estructurar el día horariamente -que tanto me ha beneficiado- y mi modo de valorar las cosas cotidianas tenga algo que ver con él. Este libro todavía lo conservo. Bastante después, contando yo seis años, me aficioné a otro, sobre todo por su contenido: En Peret. Contaba la vida de un niño de aldea, siempre al aire libre, y su hermosa relación con el campo y los animales. Había algunas ilustraciones y veo claramente la que representaba a la madre preparando una rebanada de pan con tomate, que era mi merienda favorita. Pero tanto como éstos, contaban para mí los de los adultos. Tenía yo tres años cuando mi padre puso en mis manos El libro del té -pequeño formato, no encuadernado, atado con cordón de seda, cubierta orientalizante-, creo que fue para mí un impacto estético fundamental.
Clara Janés es poeta, autora del libro La voz de Ofelia.
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Tigres transparentes
Fernando Marías

El libro que provocó en mí un terremoto fue Ficciones, de Borges. Tenía 15 años y un amigo me lo regaló con una frase más o menos así: “Hay que leerlo porque lo que está ahí no lo hemos leído nunca”. Así era. Me fascinó tanto que ahora mismo estoy viendo su formato y sus páginas. Era una edición de Alianza. He rememorado aquella tarde de primavera hacia las tres de la tarde, antes de volver al colegio. Ahí mismo empecé a leerlo, y empecé por el relato El jardín de senderos que se bifurcan hasta que me detuve en una frase que no he olvidado: “Hablando de la topografía de Tlön yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangre no merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres”. Entramos a clase de matemáticas y yo sólo pensaba en los tigres transparentes y las torres de sangre. Es una casualidad porque recientemente me he regalado a Borges y lo estoy releyendo en un viaje a mi adolescencia.
Fernando Marías ha obtenido el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por Cielo abajo (Anaya).
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Leer para reír
Luis Magrinyà

No me fío de la memoria, ni de la mía ni de la de los demás. Por otro lado, no creo en las revelaciones, en las epifanías, en los momentos fundacionales, en “la primera vez”. Dicho esto, supongo que algunos de los libros que más me removieron en la infancia fueron los de Kásperle, de Josephine Siebe, que aquí publicaba Noguer. Kásperle era un muñeco de guiñol alemán al que despertaban de un sueño de 75 años. “¿Y qué hizo entonces?”, preguntó una vocecilla . “¿Que qué hizo? Pues tonterías. Nada más que tonterías”. Kásperle era un glotón horroroso, su especialidad era poner caras (de ogro, de bandido) y detestaba a quien no creyera que estaba vivo. Una gran invitación a la identificación. Ahora sé que se había dormido en un mundo de opereta austrohúngara, con grandes duques y tartas de ocho pisos, y había despertado justo después de la I Guerra Mundial, cuando todo el mundo “había perdido sus ahorros”. Él mismo no era, en ese ambiente, más que una tontería. Tanto mejor. Los libros los descubrí con un par de amigos en la biblioteca del colegio: tenían bonitos dibujos a una tinta; nos gustaban por lo que eran y por lo que contenían. Nos convertimos en unos iniciados, y nos tronchábamos. Ahora tengo una hija de 10 años. Cuando se los leo, se ríe mucho. Cuando los lee sola, dice que no tienen “gracia”.
Luis Magrinyà es novelista, autor de Belinda y el monstruo.
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El descubrimiento de la intriga
Juan Eduardo Zúñiga

He recordado una cosa muy importante: el descubrimiento y la intriga del secreto a través de un libro. Cuando tenía 7 u 8 años leí La isla misteriosa, de Julio Verne, y hay un episodio en el que en una isla desierta los navegantes descubren de pronto unas huellas. Eso me despertó el sentido de profundizar en el secreto, de querer descubrir una incógnita. Entonces vivíamos en un chalecito, en un barrio extremo de Madrid, y arriba tenía una habitacioncita con juguetes, donde pasaba mucho tiempo en silencio y sintiendo la noción de misterio y secreto. Allí encontré una novela bonita y emocionante, de la que aprendí que cuando un misterio aparece uno no puede quedar paralizado sino que hay que ir a buscar la respuesta. Verne también me despertó el interés por otros países, por el mundo, una forma de viajar.
Juan Eduardo Zúñiga es autor de Largo noviembre de Madrid y Capital de la gloria.
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Leer bajo las sábanas
José Ángel Mañas

La serie de novelas que me enganchó a la ficción fue la de Tarzán de los monos, de Edgard Rice Burroughs. Debí de leerlos con 7 u 8 ocho años. Recuerdo que cuando mi madre me apagaba la luz yo encendía la linterna debajo de las sábanas para seguir leyendo. O bien esperaba hasta que sus pasos se alejaban y oía que se encendía el televisor. Y entonces salía sigilosamente al pasillo y me encerraba en el cuarto de baño con mi libro. Hasta donde me alcanza la memoria, la primera imagen narrativa fuerte que guardo es la del arranque de la serie, cuando la mona que va a adoptar a Tarzán (ella acaba de perder un hijo) lo encuentra, siendo un bebé, en la cuna de la cabaña que han construido sus padres (los únicos supervivientes de un naufragio reciente, asesinados por otro de los simios de su misma tribu), lo coge en brazos y deja muy delicadamente en su lugar, en la cuna, el cadáver de su propio hijo. Si, según Stevenson, la marca del buen narrador es ser capaz de “encarnar un personaje o una emoción en una acción o una actitud que se grabe para siempre en los espíritus”, está claro que, conmigo, Burroughs lo consiguió. Desde entonces, no he dejado de leer.
José Ángel Mañas es autor de Historias del Kronen y El caso Karen.
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Júbilo y secreto
Jorge Herralde

Hubo un libro, en mi infancia, que me produjo una vivísima impresión. Empecé a leerlo el día de mi primera comunión, a los preceptivos siete años. Con los altibajos típicos, supongo, de un acontecimiento excitante en el que puedes pasar muy fácilmente del júbilo exacerbado al berrinche total, a media tarde escapé de la bulliciosa fiesta familiar que me estaba dedicada, me encerré en mi cuarto y me puse a leer un libro que me había regalado algún pariente, imagino que poco atento. Se trataba de una versión extensa y (pienso ahora) poco expurgada, en tapa dura (¿de color azul?), de Las mil y una noches. Seguí leyendo, sorprendido, intrigado, expectante y confuso y, cuando al cabo de un rato llamaron a la puerta del cuarto reclamando mi presencia, el disgusto se había desvanecido por completo, pero sólo tenía ganas de seguir con la lectura. Tuve que aplazarla, tras esconder el libro: ése fue mi primer y muy inesperado encuentro con la literatura erótica.
Jorge Herralde es editor de Anagrama.
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Lectura repetida
Manuel Borrás

Mi primer mapamundi lo configuró la biblioteca familiar y la primera lectura que dejó un rastro indeleble en mí fue sin el menor asomo de duda la de El cartero del rey, de Tagore, en traducción de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Tuve una madre con la sana costumbre de leerme en voz alta cuando yo era muy chico, y ése fue el libro que, aún recuerdo, le solicitaba que me leyera una y otra vez cuando yo apenas había aprendido a leer. Todavía permanece, por otro lado, vívida en mí la impresión que me causó la lectura del libro de Verne La vuelta al mundo en 80 días. Creo que su lectura marcó mi carácter viajero. Desde entonces supe que había un universo vasto y maravilloso que me aguardaba y en el que merecía la pena inmiscuirse. La lectura supuso para el niño solitario que yo era antes más que una suerte de ensimismamiento, de enajenamiento de la vida, la vía por la que podía relacionarme con el mundo.
Manuel Borrás es editor de Pre-Textos.
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Reproducimos este texto por cortesía de Ficción Breve Libros. Éste fue su boletín del día 1 de diciembre de 2006. El espacio lo mantiene el librero –uno de los pocos que quedan-, y amigo Roger Michelena. Invitamos a visitarlo en su blog personal, Libreros, cuya dirección es: http://libreriamichelena.blogspot.com