8.03.2007

PROSOEMA No. 39 (03/08/2007)

LAS PEQUEÑAS MEMORIAS
(Dos fragmentos)

José Saramago



Un hermoso libro en el que los recuerdos no dan paso a la nostalgia sino a la reflexión sobre aquel que se fue y lo que ese otro hizo.

EN OTRO LUGAR he contado el cómo y el porqué del apellido Saramago. Que ese Saramago no era apellido paterno, sino el apodo por el que era conocida la familia en la aldea. Que cuando mi padre fue a inscribir en el registro civil de Golega el nacimiento de su segundo hijo sucedió que el funcionario (Silvino se llamaba) estaba borracho (por despecho, de eso lo iba a acusar siempre mi padre), y que, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie notara el onomástíco fraude, decidió, por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara. Y que, de esta manera, finalmente, gracias a una intervención a todas luces divina —me refiero, claro está, a Baco, dios del vino y de todos aquellos que se exceden en beberlo—, no tuve la necesidad de inventar un pseudónimo para, habiendo futuro, firmar mis libros. Suerte, gran suerte la mía, fue que no naciera en alguna de las familias de Azinhaga que, en aquel tiempo y durante muchos años más, tuvieron que arrostrar los obscenos alias de Pichatada, Culoroto y Caraihada. Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y sólo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho. Pero lo peor de todo vino cuando, llamándose él únicamente José de Sousa, como se podía ver en sus papeles, la Ley, severa, desconfiada, quiso saber por qué bulas tenía entonces un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así intimado, y para que todo quedara en su lugar, en lo sano y en lo honesto, mi padre no tuvo otro remedio que proceder a una nueva inscripción de su nombre, pasando a llamarse, él también, José de Sousa Saramago. Supongo que habrá sido éste el único caso, en la historia de la humanidad, en que el hijo le dio nombre al padre. No nos sirvió de mucho, ni a nosotros ni a ella, porque mi padre, firme en sus antipatías, siempre quiso y consiguió que lo trataran únicamente por Sousa.
NNNNNNNNNNNNNN
MANDA LA VERDAD que se diga que mis talentos de cazador estaban todavía por debajo de las habilidades de pescador. Pardal cazado por tírachinas mío hubo uno, pero con tan poca convicción lo maté y en tan tristes circunstancias que un día no me resistí a contar, en una crónica de desahogo y arrepentimiento, el nefando crimen. Sin embargo, si siempre me falló la puntería para las avecillas del cielo, no sucedía lo mismo con las ranas del Almonda, diezmadas por un tirachinas que tenía tanto de certero como de despiadado. Verdaderamente, la crueldad infantil no tiene límites (ésa es la razón profunda de que tampoco tenga límites la de los adultos): ¿qué mal podían hacerme los inocentes batracios, bien sentaditos tomando el sol en los limos fluctuantes, gozando al mismo tiempo del calorcillo que les venía de arriba y de la frescura que llegaba desde abajo? La piedra, zumbando, las alcanzaba de lleno, y las infelices ranas daban la última voltereta de su vida y ahí se quedaban, patas arriba. Caritativo como no había sido el autor de aquellas muertes, el río les lavaba la escasa sangre que vertían, mientras que yo, triunfante, sin conciencia de mi estupidez, agua abajo, agua arriba, buscaba nuevas víctimas.