5.30.2008

PROSOEMA No. 80 (30/05/2008)

Esta semana la pasamos casi incomunicados: sin servicio telefónico ni de Internet. Apenas hace un rato restituyeron las líneas y por eso ofrecemos este número un tanto improvisado, debido a que no contábamos con la restauración del servicio antes del lunes. De hecho, me preparaba a salir a un ciberchat a notificar que esta semana estaríamos ausentes, cuando mi esposa descubrió que ya todo se había solucionado.
Estuvimos a merced de lo que la Cantv -nuestro proveedor telefónico-, calificó de "avería masiva", desde el sábado hasta hace unas horas. Al principio, la línea iba y venía, como un censor novato, hasta que ya no hubo conexión a la red y, al otro lado del hilo telefónico retumbaba un silencio cósmico.
Sin embargo, hoy ofrecemos dos minicuentos de un notable escritor argentino: Enrique Anderson Imbert.
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DOS CUENTOS BREVES
Y CRUELES


Enrique Anderson Imbert

UNA PLAZA EN EL CIELO


Etelvina y Luís van a casarse. En vísperas de la boda, Luís muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la plaza de su barrio. De pronto –en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus– ve entre los árboles a Luís, que se acerca a paso lento. (No es Luís: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luís). Etelvina ve al joven Luís y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.
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TABÚ


El ángel de la guarde le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
–¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
–¿Zangolotino? –pregunta Fabián azorado.
Y muere.
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Enrique Anderson Imbert (1910-2000). Escritor argentino autor de notables minicuentos.

5.23.2008

PROSOEMA No. 79 (23/05/2008)

Esta semana incluimos un texto cuyo autor o autora desconocemos y que, en el sitio Ciudad Seva, hogar electrónico del escritor puertorriqueño Luís López Nieves, figura como anónimo.
En dicho texto se habla de un aspecto de la creación literaria –específicamente, en la narrativa–, como lo es la creación de los personajes.
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LA CREACIÓN DE PERSONAJES

Manejo de elementos psicológicos para la creación de caracteres perfectamente delimitables; asignación de nombres a los personajes; el personaje anónimo; el escritor como personaje.


Básicamente, un personaje es un ente capaz de ejecutar acciones en una historia. Aunque ésta podría ser tomada como una definición suficientemente compacta del personaje, tendremos que detenernos a desglosarla en sus dos elementos: el personaje es un ente y este ente es capaz de ejecutar acciones en una historia, para comprenderla cabalmente.
Cuando nos referimos al personaje como un ente tratamos de desligar el concepto general de personaje de la idea de que los personajes siempre han de ser seres humanos. Desde tiempos inmemoriales, la literatura ha estado llena de personajes encarnados en miembros de los reinos animal, vegetal o mineral, así como en objetos y hasta en ideas. Nada más pensemos, para ilustrarlo, en la poco conocida Bracacomiomaquia, de Homero, que describe la batalla entre las ranas y los ratones, o las recurrentes fábulas de Esopo: en ambos casos, los personajes son representados por animales.
En el texto original de Pinocho, del italiano Carlo Collodi, el personaje principal es un muñeco de madera y además hay personajes encarnados por animales o por humanos. En Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, la mayoría de los personajes son personas muertas, lo cual nos brinda una perspectiva especial del concepto de personaje. En La vez que lunes fue domingo, del venezolano Francisco Massiani, los personajes principales son los días de la semana.
Como hemos visto, no existen límites para la naturaleza que tendrán los personajes en una historia. Así que lo que hace que un ente se transforme en personaje es que el escritor le dote de la posibilidad de ejecutar una acción determinada. Sin embargo, es preciso saber que esta acción debe ser ejecutada por el ente de manera consciente. El que en una historia exista una puerta que se abre no quiere decir que la puerta sea ya un personaje; el escritor tiene que añadir elementos que nos indiquen que la puerta se ha abierto por su propia cuenta con un objetivo específico. Si la puerta se abre, por ejemplo, porque sabe que debe abrirse, y lo hace ante circunstancias específicas, adquiere carácter de personaje y ocupa como tal un lugar en la historia. Este recurso del escritor, que esencialmente se logra otorgando características humanas a un ente que en la realidad no las tiene, ha sido académicamente denominado humanización.
Al dotarles de características humanas, el escritor le da a los personajes una posibilidad adicional: tener su propia psicología. A través de su experiencia vital, el escritor aprende que las personas pueden agruparse en diversas tipologías. Entonces localiza ciertas características clásicas del huraño, del rico, del trabajador, del borracho, de las feministas, de los orgullosos, de los débiles... Mientras mayor sea la experiencia del escritor, tanto desde el punto de vista literario como en las diversas situaciones que se presentan en la vida, mejor será el manejo de los personajes, si logra traducir en ellos las características que ha aprendido de la gente que ha conocido en el tiempo.
En una historia compleja, donde los personajes sean en su mayoría seres humanos, es recomendable que el escritor aplique ciertos conocimientos de psicología aunque ni siquiera los posea. Esto es porque las características de las personas son definidas por la psicología, pero el conocimiento de estas características no se limita a quienes hayan estudiado esta ciencia profesionalmente. De hecho, los estudios psicológicos tienen como fundamento el conocimiento básico de las personas y van profundizando en ellas mediante la aplicación de lo que la ciencia sabe de la personalidad.
El escritor tiene la responsabilidad de diferenciar nítidamente entre las historias cuyos personajes deban ser sazonados con ciertas características psicológicas y las que no requieren de ello para su desarrollo. Esta diferencia viene dada generalmente por la importancia que los personajes tengan en la historia y por la longitud del texto. En el cuento breve, es casi innecesaria la profundidad psicológica porque el factor que cobra mayor importancia es el desarrollo mismo de la historia para ejemplificar un hecho determinado. En la novela, mayoritariamente es imprescindible que los personajes sean correctamente definidos desde el punto de vista psicológico. La extensión misma de la novela requiere generalmente que el escritor profundice en todos los elementos, pues dispone del tiempo y del espacio físico para hacerlo. Además, la complejidad de las acciones en una novela no puede ser ejecutada, en la mayoría de los casos, por seres simples sólo determinados por un nombre.
Aunque no hay tal cosa como una teoría general de la construcción de personajes, se verifica en la mayoría de los casos que el primer elemento a considerar por el escritor para crear un personaje es la acción que éste va a desarrollar en la historia y el peso que tendrá en la misma. Luego aparecerán las relaciones entre el personaje y los demás personajes de la historia. En ambos momentos, se van añadiendo o eliminando ciertas características psicológicas del personaje, de la misma manera como un escultor moldea la piedra. En este proceso se le asigna el nombre al personaje o se decide si el mismo llegará a tener mayor o menor importancia en algún punto de la historia.
La caracterización de los personajes también tiene diversos grados de profundidad, independientes de la complejidad de la historia. Si un cuento se fundamenta en elementos psicológicos, los personajes deberán ser profundos; pero si el mayor peso recae sobre las actividades que los personajes ejecutan, el escritor puede dejar a un lado la profundización psicológica en la caracterización.
En la novela, el escritor aplica sus conocimientos de las reacciones de los personajes de acuerdo a la importancia que éstos tengan en el desarrollo general de la historia. Estas reacciones, en todos los casos, deben tener relación directa con el estímulo que las genera. Si una reacción aparece como ilógica ante una situación determinada, el escritor generalmente aclara sus razones mediante el entrelazamiento de conductas y hechos posteriores.
Otro factor que, a primera vista, pudiera no tener importancia, es el del nombre del personaje. No todos los personajes deben tener un nombre, ni siquiera es imprescindible que el personaje principal tenga un nombre; pero sí debe haber una forma de denominarlos. Hoy en día, es común encontrar historias en las que un personaje es definido simplemente por su actividad –el periodista, la gran señora, el hombre– o por un apodo con el que le reconoce el escritor o el resto de los personajes. Es posible, incluso, que un personaje tenga un nombre propio pero que el escritor decida apelarle usando alguna de sus características.
Hay quienes usan nombres propios para dar al lector una idea de cuál será el papel del personaje en la historia. En Rayuela, de Julio Cortázar, el personaje femenino de mayor peso se llama Lucía, pero el autor la nombra la Maga. También los demás personajes la llaman así pero, en sus conversaciones cotidianas, algunos prefieren llamarla por su nombre. Se advierte así que el escritor puede construir su historia como si ésta fuera parte de la realidad, por lo que él puede tener una relación de mayor o menor afinidad con algunos personajes y reaccionar de manera similar a como éstos reaccionan con él. El personaje al que Cortázar llama la Maga tiene realmente ciertas características que podríamos definir como mágicas, cierto misterio la envuelve; así que cuando el lector se topa con este personaje ya tiene una idea de lo que le espera.
Otras combinaciones son más claras: Kafka, obsesionado por el tema de la interacción entre el hombre y el poder, llama a sus personajes simplemente el guardián o el juez. En el mismo Kafka se observan casos extraños: un personaje recurrente en su narrativa se llama simplemente K –la primera letra del apellido del autor–. En algún cuento, Kafka asigna a sus personajes nombres de variables matemáticas: A y B.
Muchos escritores utilizan, en sus inicios, nombres demasiado simples para los personajes: Juan, José, Pedro. Otros, contaminados por las telenovelas, les dan nombres de galanes: Víctor Jesús, Luís Rafael, Juan Augusto. Aunque, como dijimos, este campo no puede ser completamente teorizado, es preciso que el nombre de un personaje dé a la historia cierta credibilidad. No hay nada que impida que un personaje se llame Pedro Pérez, pero es probable que un nombre así no impresione favorablemente al lector. Muchos escritores resuelven este problema utilizando nombres comunes pero poco usuales: el personaje masculino de Rayuela es Horacio Oliveira; los personajes de Cien años de soledad son José Arcadio, Aureliano, Úrsula. Quizás García Márquez habría podido llamar José Sinforoso en lugar de José Arcadio a sus héroes mitológicos, pero ciertamente los nombres escogidos tienen mayor sonoridad y esto, sin duda, ayuda a que el lector asimile la existencia de esos personajes como seres reales.
En algunos casos, el escritor se permite participar directamente en la historia. Todo es factible de ser literario, y el escritor no está fuera de esta regla. En Niebla, del español Miguel de Unamuno, un hombre de personalidad completamente gris ha pasado la mayor parte de su vida apegado a su madre. A la muerte de ésta y ya convertido en un hombre, se enamora de una muchacha que acude regularmente a su casa a hacer trabajos domésticos. Eventualmente la muchacha no le corresponde y se va a vivir con un muchacho de la vecindad, y el protagonista decide suicidarse. Recuerda que una vez leyó un ensayo sobre el suicidio, escrito por un profesor universitario y que, al leerlo, se prometió a sí mismo visitar a este profesor si algún día le asaltaba la idea de suicidarse. Cuando el personaje se presenta ante el profesor, éste resulta ser el mismo Miguel de Unamuno, quien le revela que está escribiendo una novela en la que ya no le es importante como protagonista y decide matarlo: por eso la intención de suicidarse, porque es un personaje que debe morir para dar curso al resto de la historia. El protagonista de la novela reta a su autor, a Unamuno, diciéndole que él no es Dios y que no puede decidir sobre su vida. Se vuelve a su casa resuelto a no suicidarse. Esa misma noche muere de una indigestión.
Recordemos que el autor y el narrador de una historia son dos instancias distintas: el autor es la persona real que crea la historia, el narrador es el ente que de una u otra manera –en primera o en tercera persona– se encarga de contar la historia. Pues bien, se puede hacer que el narrador sea omnisciente pero que el mismo sea integrado como un personaje y los resultados han sido bastante interesantes. Los personajes retan al narrador o le invitan a que cuente ciertas partes de la historia que han permanecido ocultas a los ojos del lector. Como ya hemos dicho en anteriores oportunidades, el escritor puede virtualmente hacer cualquier cosa que le plazca en su historia, pero la efectividad de los recursos que utilice se verifica en concordancia con la experiencia que le hayan brindado, previamente, el ejercicio de la creación y la lectura de los más diversos autores.
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Tomado del sitio Ciudad Seva, del escritor puertorriqueño Luís López Nieves.

5.16.2008

PROSOEMA No. 78 (16/05/2008)

Armando José Sequera
fija nueva marca en ventas


"Teresa" y "Mi mamá es más bonita que la tuya"
llevan 21.770 unidades vendidas




Armando José Sequera es uno de los escritores más solventes del sello Alfaguara Infantil y Juvenil. Con una dilatada carrera periodística, su labor literaria se complementa con decenas de libros publicados de su puño y letra. “Teresa” y “Mi mamá es más bonita que la tuya”, dos títulos destinados a los primero lectores, acaba de fijar una nueva marca de ventas, inédita en el mercado venezolano: 21.770 unidades desde 2006 hasta lo que va del año 2008.
Los libros, que forman parte del Plan de Lectura de Alfaguara Infantil y Juvenil, promocionados directamente en las escuelas y en librerías, tratan de una niña que, como cualquier infante de Venezuela o del resto del mundo, es adorable, ingeniosa, alegre y, en ocasiones, sincera hasta la crueldad. La trilogía culminará con “Los hermanos de Teresa”, un volumen que saldrá en el mes de junio y con los mejores augurios.
En un mercado editorial como el venezolano, en donde un libro exitoso cierra el año con 3 mil unidades vendidas, los ejemplares despachados por Sequera pueden considerarse todo un récord en su estilo. La hazaña aún es mayor cuando el público meta está representado por el lector infantil y juvenil, que ha sido tan poco tomado en cuenta en el país.
Para el Grupo Santillana es todo un orgullo formar parte de los logros de Armando José Sequera, y esperamos mantener nuestro constante afán de llenar todos los espacios en donde pueda entrar la lectura.
Daniel Centeno M.
Jefe de Comunicaciones
Grupo Santillana (Venezuela).
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Este boletín del Grupo Santillana fue enviado esta semana a los medios de comunicación masiva del país. Lo reproducimos tal cual por lo que significa para nosotros.

5.09.2008

PROSOEMA No. 77 (09/05/2008)

En los tiempos en que no había televisión, ni Internet, ni películas en video, ni juegos electrónicos, y las madres pasaban más tiempo con sus hijos, había una forma de entretenimiento que ayudaba a pasar el tiempo.
Era el cuento de nunca acabar. Por lo general, un relato breve oral en verso o en prosa que se repetía una y otra vez hasta que la paciencia del o de los oyentes se agotaba.
A los niños les gustaba y, al mismo tiempo, les disgustaba que todo retornara al mismo lugar –a las mismas palabras–, del inicio.
En la memoria colectiva de nuestros pueblos hispanoparlantes se conservan muchos de estos cuentos. Pero también los hay nuevos, como estos publicados por la escritora venezolana Inés de Cuevas (pseudónimo de Idelia Verdevaskue), hace doce años y que hoy presentamos en esta nueva edición de Prosoema.
Por supuesto, nada mejor para ilustrar estos relatos que la genial ilustración de Escher “Manos dibujando”.
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CUENTOS DE NUNCA ACABAR

Inés de Cuevas


EN UNA PIEDRA GIGANTE...

En una piedra gigante
del bosque de San Crispín
un hada escribió una historia.
Era una historia sin fin
que comenzaba así:
En una piedra gigante...

POR UN ATAJO IBA UN VIEJO...

Por un atajo iba un viejo
más alegre que contento
en compañía de su perro
y contándome este cuento:
Por un atajo...

HACE MUCHÍSIMOS AÑOS...

Hace muchísimos años,
cuando los circos llegaban a la ciudad,
un payaso, en una moto
se metió por un charcal
y todo el que lo veía
no tenía, más que contar
que hace muchísimos años...

EN EL CORRAL HABÍA UN POLLO...

En el corral había un pollo
que no podía caminar
y la gallina le puso
una pata de cristal.
La gansa le contó a todo,
a todo el reino animal
que en el corral había un pollo
que no podía...

UN SEÑOR EN SU CABALLO...

Un señor, en su caballo
salió un día a cabalgar
y en el camino, un anciano
que con él se encontró
le dijo: “Voy a contarle un cuento
que solamente lo sé yo...”
Un señor, en su caballo...

UNA NIÑA Y UN NIÑITO...

Una niña y un niñito
se fueron a cortar flores
y un abejorro viejito
que los vio por el jardín
les comenzó a echar un cuento
El cuento decía así:
Una niña y un niñito...
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Estos seis cuentos han sido extraídos del libro Tejamos rondas. Atemos risas. Fondo Editorial La Escarcha Azul, Mérida, Venezuela, 1996.

5.02.2008

PROSOEMA No. 76 (02/05/2008)

En la edición de hoy, presentamos unos consejos ofrecidos en el sitio web estadounidense Colorín Colorado, para desarrollar buenos hábitos de lectura.
Aunque no nos dicen nada nuevo, los mostramos para que se observe que, al menos en teoría, nuestras campañas de apoyo a la lectura están muchísimo más avanzadas.
Estos consejos están expuestos, en la página respectiva, desde el año pasado, 2007. Son, por lo tanto, de data reciente.
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CONSEJOS PARA DESARROLLAR
BUENOS HÁBITOS DE LECTURA
EN EL HOGAR

Equipo Colorín Colorado

¿Sabía que usted puede hacer cosas sencillas en su casa para ayudar a su hijo/a/a, sin importar su edad, a desarrollar buenos hábitos de lectura?
La exposición a estos buenos hábitos ayudará a los niños a transformarse en lectores y estudiantes más sólidos.
El primer paso es desarrollar hábitos positivos de lectura con su hijo/a, así como una actitud positiva con respecto a la alfabetización en su familia y en el hogar.
A continuación, brindamos algunas sugerencias simples que puede usar para ayudar a su hijo/a a desarrollar sus destrezas de lectura:
· Asegúrese de que su hijo/a lo vea leer de manera frecuente. Lo que lea no es importante: cuando su hijo/a/a lo vea leer recetas de cocina, revistas, periódicos, libros, directorios telefónicos y otro material de lectura, reforzará la importancia de leer.
· Para estimular la lectura, tenga material de lectura en toda la casa. Así su hijo/a tendrá mayor acceso a libros y material impreso.
· Ayúdelo a comprender que el ejercicio de lectura no se limita a la escuela, puede hacerse en todos lados. Algunos estudios sugieren que los estudiantes que leen fuera de la escuela se convierten en lectores y alumnos más exitosos.
· Si no le resulta fácil leer, converse sobre las imágenes de los libros, revistas y periódicos con su hijo/a.
· Es importante que su hijo/a perciba sus esfuerzos por adquirir destrezas de lectura. Además, pídales que le lean en voz alta o le cuenten con sus propias palabras sobre lo que han leído.
· Visite la biblioteca pública con frecuencia y aproveche los recursos que allí ofrecen. Puede solicitar una tarjeta de afiliación de la biblioteca y sacar libros, cd y dvd de manera gratuita. También solicite una tarjeta de biblioteca para su hijo/a y pida ayuda al bibliotecario si no sabe cómo pedirla.
· Incentive a sus hijos/as para que lean en su lengua materna. Si desarrollan destrezas de lectura en su lengua materna, las transferirán al inglés. El desarrollo de destrezas de lectura en su lengua materna no entorpecerá la capacidad del niño para leer en inglés. ¡Lo ayudará!
· No permita que los niños miren televisión hasta que hayan completado su lectura diaria.
· A medida que su hijo/a mejora como lector, converse sobre lo que está leyendo. Cuando su hijo/a termina un cuento nuevo o tarea de lectura, converse sobre las ideas principales, palabras y conceptos nuevos y la parte preferida de su hijo/a. Esto ayudará a fortalecer las destrezas de lectocomprensión del niño.
Al hacer estas actividades en casa, no sólo incentivará al niño a leer, ¡lo ayudará a triunfar en clase y fuera de ella!
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Tomado del espacio virtual Colorín Colorado, presentado en su portada como un sitio bilingüe (español-inglés), para familias y maestros para ayudar a los niños a leer. Su dirección es:
http://www.colorincolorado.org
Colorín Colorado es una iniciativa educativa de WETA, la estación de difusión de medios pública de la capital de EE.UU. Colorín Colorado recibe apoyo sustancial de la Federación Americana de Maestros y apoyo adicional del Instituto Nacional para el Alfabetismo, así como del Departamento de Educación de los Estados Unidos, Oficina de Programas de Educación Especial.

4.25.2008

PROSOEMA No. 75 (25/04/2008)

EL YAVIRAC

Edgar Allan García



Por si no lo sabes, el Panecillo se llama así porque a los primeros españoles les pareció que aquel cerro tan redondo y armonioso, que se levantaba en el corazón de Quito, era igual que un pan, un panecillo de miga blanca y apretada, de esos que los panaderos de Sevilla o Andalucía horneaban para luego inundar las calles con su olor irresistible.
Muertos de nostalgia, los españoles bautizaron el pequeño cerro como El Panecillo, en una tierra en que no se conocía el pan que ellos añoraban —pues aún no había trigo—, sino que rebosaba de humeantes llapingachos, tortillas de quinua, humitas de sal y de dulce, yuca asada, bizcochos de maqueño, empanadas de morocho, chigüiles de maíz, tortas de choclo, tamales rellenos con mote y chicharrón de llamingo tierno, todos chisporroteando en la viscosa mapahuira y bañados luego en un jugoso ají que mmmm, no, ¡no!, páreme la mano, no tiene sentido continuar con tantas y tantas delicias que como te imaginarás, enloquecieron de gusto a los recién llegados, aunque ellos —como ya te dije— seguían extrañando esos panecillos calientes, acompañados de vino tinto, que años más tarde el gran Velásquez se encargaría de pintar en un lienzo donde un niño parte, desde hace siglos, un sabroso pedazo de pan.
Debes saber también que antes de que llegaran los españoles, este sitio era conocido como el Yavirac, y ahí, sobre su cima, los indios anteriores a los incas, y más tarde los incas que invadieron estas tierras, festejaban el Inti Raymi, la gran fiesta del Sol. Así, el 21 de junio de cada año, los indios de distintas regiones se reunían en el Yavirac para cantar y bailar y beber y alabar, en una ronda de alegría, al altísimo señor del cielo que moría cada tarde y renacía cada mañana, al generoso Inti de la vida y el calor, al padre de la siembra y de la cosecha que año tras año daba a luz Pacha Mama, la Madre Tierra.
Pues bien, cuenta la leyenda que Atahualpa (en realidad se llamaba Atabalipa) había mandado construir en la cima del Yavirac un templo de oro puro. Debes saber que a los incas les gustaba mucho el oro por una sola razón: éste era el metal que más se parecía a los rayos de luz que brotaban del Sol. Para los españoles en cambio, aquel metal significaba conquista, gloria, fortuna, tierras, nobleza, poder sin límites. Por eso, luego de que los españoles mataron al Inca Atahualpa (que en ese entonces tenía 33 años), marcharon a toda prisa hacia Quito con ansias de repartirse el Templo de Oro que estaba en la cima del Yavirac.
Imagínate, por un momento, imagínate los rostros de decepción que tenían los españoles que sudorosos y cansados subieron a la cima del Yavirac y se encontraron con que no había ni una sola pepita de oro sobre la tierra seca: el Templo del Sol había desaparecido como por arte de magia. Pero lo que no sabían —ni supieron nunca— era que dentro del Yavirac, en el corazón del cerro, entrando por caminos secretos llenos de arañas ponzoñosas y alacranes gigantescos y desfiladeros llenos de trampas mortales, se encuentra el Templo del Sol, cuidado por cientos de doncellas hermosas que no envejecen nunca y por una anciana sabia que —según he escuchado— es la mismísima madre de Atahualpa.
Te cuento otro secreto: si alguna vez logras encontrar la entrada, y luego de salvarte de los peligros que te esperan, llegas por fin a la morada de la anciana, tienes que pensar muy bien en lo que dices y haces. Si la anciana te pregunta —mirándote fijamente a los ojos— qué buscas en esos recintos sagrados, tienes que decir que eres pobre, que has ido a dar ahí por accidente, que sólo buscas la salida y que juras nunca revelar la entrada secreta a aquel templo. La anciana entonces se levantará de su trono de oro macizo; te hará escoger entre una enorme piedra de oro, más un puñado de perlas, rubíes y esmeraldas que están sobre una mesa, y una tortilla de maíz, una mazorca de choclo tierno y un pocillo con mote jugoso que están sobre otra mesa. Piénsalo bien, pues si escoges la primera mesa, es probable que al salir te encuentres con que en vez de riquezas sólo llevas un pedazo de ladrillo y unas cuantas piedras comunes en las manos. Y es probable también que, si escoges los alimentos que se encuentran sobre la segunda mesa, la tortilla se convierta de pronto en un enorme pedazo de oro sólido, el choclo tierno en numerosas pepitas de plata y el pocillo con mote en gran cantidad de perlas brillantes. Escoge bien, porque es probable que suceda también al revés, y que una vez afuera ya no haya forma de volver atrás.

Yo no te contaré nunca, así insistas, por qué tengo un cerro de dinero que se me sale por los bolsillos ni por qué vivo en esa mansión de estilo antiguo que se levanta a un lado de la cima del hermoso Yavirac; sólo te diré que gracias a que la vida ha sido tan generosa conmigo, desde hace años suelo ayudar a manos llenas a aquellos que más lo necesitan. Ah, y como sé que te estarás imaginando que todo lo que ahora tengo se lo debo a la anciana del Templo del Sol, déjame decirte algo, y que te quede muy, pero muy claro, de ahora en adelante: es probable que sí y es probable que no. ¿Entendido? Y ahora, por favor, déjame para que pueda comer una comida que antes no me gustaba pero que ahora me encanta: mi tortilla de maíz, mote y choclos tiernos... a menos, claro está, que también tengas hambre y quieras saborear un poco de estas delicias conmigo.
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Edgar Allan García es un poeta y narrador ecuatoriano que nació en Guayaquil, Ecuador, el 17 de diciembre de 1959. Aunque nació en Guayaquil, pasó su infancia y juventud en la ciudad de Esmeraldas. Estudió Sociología en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito y decidíó dedicarse a la literatura. Publicó su primer libro, el poemario Sobre los ijares de Rocinante, en 1991. Desde entonces ha publicado varias obras, destacando sus contribuciones a la literatura infantil (Rebululú, 1994; Patatús, 1996; Cazadores de sueños, 1999, Leyendas del Ecuador, 2000). Ha ganado en dos ocasiones el premio de literatura infantil “Darío Mayorga”, de Quito, primero en 1994 y luego en 1999. Es profesor universitario y coordinador de talleres de creatividad, y ha trabajado también como guionista de televisión para programas educativos y culturales. En 1997 fue Subsecretario de Cultura del Ecuador.
Escribe para diversos medios de comunicación y revistas. También es terapista alternativo.
Los interesados en conocer más detalles sobre las actividades profesionales y la obra de Edgar Allan García, o ponerse en contacto directo con él, pueden visitar su sitio en la Web: http://www.inter-dec.com/edgarallan. También pueden escribirle a:
Edgar Allan García
Casilla Postal: 17-12-153
Quito
Ecuador
El texto que presentamos ha sido tomado del libro Leyendas del Ecuador, de Edgar Allan García. Ilustraciones de Marco Chamorro. Quito, Alfaguara, 2000. Colección Alfaguara Juvenil, Serie Azul.

4.20.2008

PROSOEMA No. 74 (18/04/2008)

POBRES PRINCESAS

Irene Vasco


Cenicienta y el Príncipe se casaron y fueron felices para siempre. Cenicienta lavaba, planchaba, cosía y cocinaba a la perfección. El Príncipe bailaba y bailaba día y noche.
—Cenicienta, vamos al País Azul. La hija del rey cumple quince años y somos sus invitados de honor. ¿Por qué no aprovechas para usar las zapatillas de cristal? Se te ven tan bonitas.
—Ay, Príncipe, le prometí al cocinero real que le enseñaría mi receta de pastel de chocolate. Otra vez será.
—Cenicienta, estamos invitados al baile de disfraces del príncipe Sebastián. Deberías usar el vestido que te regaló el hada madrina. Es que te ves preciosa.
—Ay, no puedo salir esta noche. Tengo mucha ropa por remendar. Otra vez será.
Cenicienta no salía de la cocina, no usaba zapatillas de cristal, no se ponía bellos vestidos, en fin, no se volvió a ver por ningún salón. Cuentan que engordó tanto con las famosas recetas, que tuvo que regalar los vestidos de ojalillo y organdí que le había dado el hada madrina.
Sus hermanas, mientras tanto, se esmeraban por lucir hermosas. Ensayaban peinados de dos pisos, iban al sastre para que les fabricara preciosos lunares de terciopelo, se ajustaban las cinturas con lazos de colores, encargaban esencias y perfumes y aprendían los ritmos de moda.
Desde hace tiempo, son ellas quienes acompañan al Príncipe a todas partes. Dicen que se han puesto tan bonitas que hasta pueden lucir las zapatillas de cristal. El Príncipe no se cansa de admirarlas y en la noche, al regresar de las fiestas, repite:
—¡Cenicienta, eres fantástica! ¡Nunca imaginé que esas hermanas de quienes hablabas tan mal pudieran actuar como verdaderas princesas!
Cenicienta sonríe entredormida, se vuelve de lado y sigue soñando feliz entre sus sábanas de encaje.
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Texto e ilustración tomados del sitio

4.11.2008

PROSOEMA No. 73 (11/04/2008)

En días pasados, se celebró el Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Esta festividad se desarrolla desde hace algunos años el 2 de abril, día del natalicio del más grande autor de cuentos para niños y jóvenes: Hans Christian Andersen.
En homenaje a este notable narrador danés, de cuyo nacimiento se cumplieron 203 años, presentamos un cuento suyo que, de alguna manera, prefigura la televisión.
Como observarán nuestros lectores, se trata de un cristal que desfigura la realidad, tal como hace este masivo medio de comunicación que, en buenas manos, es un instrumento divulgativo maravilloso.
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EL DIABLO Y SUS AÑICOS

Hans Christian Andersen


Cierto día un duende malo, el peor de todos, puesto que era el diablo, estaba muy contento porque había preparado un espejo que tenía la propiedad de que todo lo bueno, bonito y noble que en él se reflejaba desaparecía, y todo lo malo, feo e innoble aumentaba y se distinguía mejor que antes.
¡Qué diablura malvada! Los paisajes más hermosos, al reflejarse en el espejo, parecían espinacas hervidas y las personas más buenas tomaban el aspecto de monstruos o se veían cabeza abajo; las caras se retorcían de tal forma que no era posible reconocerlas, y si alguna tenía una peca, ésta crecía hasta cubrirle la boca, la nariz y la frente.
-¡Vengan diablitos, miren que divertido! -decía el diablo.
Había algo peor todavía. Si uno tenía buenos pensamientos, aparecía en el espejo con una sonrisa diabólica, y el peor de todos los duendes se reía satisfecho de su astuta invención. Los alumnos de su escuela, pues tenía una porque era profesor, decían que el espejo era milagroso, porque en él se podía ver, afirmaban, cómo eran en realidad el mundo y los hombres.
Lo llevaron por todos los países y no quedó ningún hombre que no se hubiese visto completamente desfigurado. Pero los diablos no estaban satisfechos.
-¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! -dijeron sus alumnos.
Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos.
Pero entonces la cosa fue peor todavía, porque había partículas que eran del tamaño de un granito de arena y se esparcieron por todo el mundo, y si caían en el ojo de alguien, se incrustaban en él y los hombres lo veían todo deformado y sólo distinguían lo malo, porque el más pequeño trozo conservaba el poder de todo el espejo.
Lo terrible era cuando una partícula se incrustaba en el corazón de una persona, porque se convertía en un pedazo de hielo. Algunos hicieron cristales de gafas con los trozos que se encontraron pero fue espantoso. El que se ponía las gafas veía todas las cosas transformadas en cosas tristes y desagradables y ya no podía ser feliz. El diablo se desternillaba de risa vendo lo que habían hecho sus discípulos. Se reía tan a gusto que su gordo vientre se agitaba y se cansaba de felicitar a sus alumnos.

4.04.2008

PROSOEMA No. 72 (04/04/08)

SOBRE EL DIMINUTIVO
EN LA LITERATURA PARA NIÑOS


Armando José Sequera


Muchas personas están convencidas de que los cuentos y poemas escritos y editados para niños deben contener abundantes palabras en diminutivo.
Consideran que el uso de este recurso le da un carácter poético a los escritos y, además, los hace comprensibles y atractivos a los infantes.
No toman en cuenta que los sufijos en diminutivo sólo tienen sentido cuando el texto lo exige, bien porque estemos describiendo algo de lo cual queremos resaltar su pequeñez o porque queremos referirnos a ese algo de un modo cariñoso o despectivo.
Un diminutivo tampoco está bien usado, cuando es redundante, es decir, cuando aparte de ser empleado sin justificación alguna, lo utilizamos para designar a algo que, de por sí, ya es pequeño. Es el caso que ampliaré más adelante de “niño” y “niñito”.
Un texto narrativo o poético no se convierte en un texto para niños porque en él abunden los diminutivos. Del mismo modo, un texto repleto de sufijos en aumentativo no estaría destinado a gigantes o, cuando menos, a jugadores de básquetbol.
Cuando escribimos con exceso de diminutivos, olvidamos que la perspectiva que los niños tienen del mundo es que éste es enorme. De hecho, muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de haber visitado, de adultos, la casa donde nos criamos y haber experimentado una gran decepción al percibir su verdadero tamaño.
Ello ocurre por dos razones: por la menguada estatura física que teníamos en nuestra infancia y porque, al recordar la casa donde nos criamos, nuestra mente la asocia con ese gran espacio donde cabían nuestros sueños y se desarrollaban nuestras aventuras imaginarias.
Decía el poeta chileno Vicente Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Igual ocurre con los sufijos en diminutivo o con cualquier otro efecto o recurso literario o idiomático del que se abuse.
Ello quiere decir que la presencia de una palabra terminada en diminutivo en un texto debe estar siempre justificada por el papel que dicha palabra desempeñe en lo que queramos expresar.
Si nos referimos a un caballito, éste tiene que ser un caballo pequeño, no porque forme parte de un texto para niños, sino porque la idea, el argumento o la trama del texto lo requieran. Respondamos la siguiente pregunta: ¿si elaboramos una versión de la Guerra de Troya para niños, el célebre caballo usado para invadir la ciudad amurallada tendría que aparecer como “el Caballito de Troya”?
¿Verdad que suena absurdo lo de “Caballito de Troya? Pues igual de absurdo suena la mención de “un caballito”, cuando en un texto para niños queremos referirnos a cualquier caballo, no importa el tamaño que tenga.
Eso no quiere decir que, si nuestro propósito es hablar de un caballo por el que sentimos –en el pasado o actualmente–, gran cariño, no le digamos en cierto momento “mi caballito”.
Mi idea, al escribir este texto, no es prohibir el uso del diminutivo, en los textos para niños, sino enseñar a regularlo. Dicho con mayor propiedad: enseñar a que el escritor o aspirante a serlo aprenda a autorregular tal uso, pues debe ser él –o ella–, quien asuma esa tarea.
Hace algunos años, en un concurso literario del que fui jurado, tomó parte una persona que hablaba en un poema supuestamente para niños de “el ponycito”. Confieso que, al leer tal palabra, sentí que me estrellaba contra un muro de ignorancia tal que nunca volvería a ser el mismo.
Y es que, al referirnos a un pony, estamos hablando de un caballo que, sin ser un potrillo, es de pequeña estatura, un equino que pertenece a una raza de escaso tamaño, en relación con los caballos comunes. Ya, al emplear la palabra “pony” la imagen que viene a nuestra mente es la de un caballo pequeño. Por ello, “Ponycito” es, cuando menos, una aberración.
Ahora bien, hay palabras en diminutivo que son de uso común por determinadas razones y su uso –que no su abuso–, se justifica por sí solo en cualquier texto. Dos ejemplos: “pajarito” y “piedrita”.
El uso coloquial de la palabra “pájaro” le ha dado a ésta diversas connotaciones –especialmente en Venezuela–, que la distancian de la infancia. “Pájaro” se usa para designar a un individuo taimado y astuto y también al sexo masculino. Una “pájara”, a su vez, es una mujer igualmente taimada y también una depredadora sexual.
Por ello y con miras a tomar distancia con el vocablo “pájaro” –que casi nos suena a vulgaridad–, cuando nos referimos a un ave del orden paseriforme, le decimos “pajarito”.
En este caso, podríamos pensar que el uso del diminutivo es redundante, porque todos los pájaros son pequeños, pero lo que buscamos es, por un lado, precisión y, por otro, que el vocablo que usamos no se preste a juegos de palabras eróticos o de otra índole.
“Piedrita” sirve para establecer un determinado tamaño de la piedra a la que nos referimos. Es ésta, quizás, la palabra en la que el uso de los sufijos en diminutivo y en aumentativo resulta más frecuente.
Decimos “piedrita”, si se trata de una piedra pequeña y “piedrota”, si es mayor de lo que consideramos normal. Reservamos el término “piedra” para una roca manejable, de tamaño regular y que cabe holgadamente en nuestras manos, a la que no consideramos ni grande ni pequeña. Obviamente, tal consideración varía de una persona a otra.
Debido a ello, la utilización de la palabra “piedra”, bien sea normal, con diminutivo o aumentativo, depende de la ocasión y apelar sólo a la forma empequeñecedora, en un texto para niños, es no sólo absurdo sino limitante.
A la hora de escribir un texto para niños, hay quienes usan los sufijos en diminutivo hasta con palabras que expresan la idea de pequeñez, lo cual, obviamente, es redundante.
Tal es el caso que anunciábamos arriba, el de “niño”. Si bien es cierto que el uso habitual por parte de las madres del vocablo “niñito” –verbigracia, “Niñito de mi corazón”–, lo ha tornado común, cuando escribimos, podemos prescindir de él. ¿Por qué?, se preguntará usted. Por la simple razón de que el término “niño” ya contiene la idea de pequeñez.
¿Qué es un niño? Es un hombre en su primera edad o un hombre en su infancia, o también un hombre en la edad pequeña, que de todas estas formas se define. Entonces, si “niño” ya hace referencia a una persona de estatura breve –y, por supuesto, a ciertas condiciones físicas, mentales y espirituales, propias de quienes están en la etapa de crecimiento–, ¿por qué usar “niñito”?
Alguien puede decir que por cariño o para expresar ternura, tal como hacen las madres con sus hijos. Pero, aparte de ellas, ¿qué sentido tiene referirse siempre a un niño diciéndole “niñito”?
“Niñito”, además, suena ofensivo, cuando no sale de los labios de una madre o una abuela o cuando no se dice con cariño sino mercenariamente.
Por otra parte, el diminutivo “niñito” no sólo es redundante –repito, excepto en el caso citado de madres y abuelas–, sino innecesario, puesto que contamos con el término “bebé” para referirnos a un recién nacido o neonato y con “nené” para hablar de un niño que gatea pero aún no camina.
En oposición a lo que he expuesto hasta aquí, podría usarse como argumento el empleo del diminutivo en los cuentos clásicos para niños: “Caperucita Roja” y “Pulgarcito”, entre otros.
La protagonista del primero de tales relatos se caracterizaba por llevar una capa roja para protegerse del frío. Dado el color de la prenda que solía llevar, así como su edad y su estatura, la gente le dio el cariñoso apodo de “Caperucita Roja” (traducción de “Le Petit Chaperon Rouge”, título en francés de la primera versión escrita de este cuento popular, aparecida en Historias y cuentos de tiempos pasados, con su moraleja, de Charles Perrault).
Quienes hayan leído ésta o la versión de los hermanos Grimm habrán advertido que, salvo este diminutivo, no hay otro en el relato, ni siquiera cuando se hace referencia a “la abuela”. Es en las ediciones comerciales y en las películas donde se ha producido este cambio de una “abuela” por una “abuelita”.
Con ello, se pretendió infantilizar el texto, dando a la abuela el tratamiento que, se supone, le daba su nieta. Pero, si esto hubiera sido así, desde la perspectiva de Caperucita, el lobo habría sido “un lobote”.
En otro cuento célebre, “Pulgarcito” es el nombre de un niño exageradamente pequeño. Tan exagerado es su diminuto tamaño que se apela al diminutivo para exacerbarlo. Y es que el pulgar, aunque es el más grueso de nuestros dedos, al quedar incluso por debajo del meñique, se consideró durante siglos el dedo más pequeño de nuestras manos.
Quien haya leído la versión de los hermanos Grima recordará que Pulgarcito es hijo de una pareja de campesinos que, como no tenían descendencia, en determinado momento pidieron a Dios en voz alta que les concediese uno, “sin importar cómo sea de pequeño”.
Siete meses después, la mujer tiene un bebé que “no es más grande que un pulgar”, y por ello le dan el nombre de “Pulgarcito”. Como se ve, la denominación “Pulgarcito” procura transmitir la idea de que el niño –un sietemesino–, es “más pequeño que un pulgar”.
Ahora bien, no porque Pulgarcito es diminuto, el mundo a su alrededor se encoge y todo se menciona en diminutivo. Al contrario, la historia tiende a resaltar que, para el niño, todo era enorme y, sin embargo, él no se arredraba ante eso.
No debemos olvidar que la literatura destinada al público infantil empezó como un producto meramente comercial. Ni Perrault, ni los hermanos Grimm, ni ninguno de los autores anteriores a 1800 escribió una línea para niños o jóvenes. Sus textos –tomados de la tradición popular y reelaborados literariamente por ellos–, estaban destinados a todos los lectores.
Fueron algunos editores que, al ver que los cuentos se empleaban en los colegios con fines moralizantes –muchos de ellos, especialmente las fábulas, portaban moralejas–, decidieron publicar versiones aniñadas de los mismos.
En el caso de “Caperucita Roja”, se le despojó de todas las alusiones sexuales que aparecían en la versión de Perrault –ya de por sí desprovista de muchas otras referencias sexuales presentes en el relato oral original–, y se presentó como una advertencia a los niños y niñas para que no hablen con desconocidos.
En estas ediciones, hechas por redactores a sueldo o a destajo, el público se suponía que estaba constituido por los niños, escolares o no, pero también por sus madres, que eran quienes los leían por las noches, antes de dormir.
Así las cosas, el abuso del diminutivo no era tanto para hacer los textos atractivos a los niños, sino a sus progenitoras que, a la hora de leer, procuraban que sus pequeños y pequeños se identificaran con los héroes de tales historias. ¡Y qué mejor forma de aproximarlos que referirse a dichos héroes del mismo modo como ellas aludían a sus niños!
En resumen, cuando en un texto usemos una palabra en su forma diminutiva, hagámoslo porque así lo amerita nuestro escrito. De otro modo, no se justifica literariamente el uso de dicha palabra, ni en un texto elaborado para público infantil ni mucho menos en otro hecho para ser leído por cualquier persona.

3.28.2008

PROSOEMA No. 71 (28/03/2008)

DOS LIBROS
DE FEDOSY SANTAELLA


Fauna de palabras.
Editorial Alfaguara, Caracas, 2007.
Ilustraciones: Richard Blanco.

Este libro es un pequeño zoológico de palabras. Obviamente, de palabras que hacen referencia a animales.
Destinado a niños que se inician en la lectura y la escritura, los confronta lúdicamente con muchos de los conflictos que presenta nuestro idioma a quienes están en vías de aprenderlo.
Nuestra habla común –y de eso no nos damos cuenta los adultos–, está repleta de términos cuya interpretación, en los primeros años de vida, resulta equívoca, debido a las múltiples acepciones que tienen los mismos.
Un ejemplo lo constituye el vocablo “gusanillo”. Éste, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, tiene seis acepciones que copio a continuación.
1- Cierto género de labor menuda que se hace en los tejidos de lienzo y otras telas. 2- Hilo de oro, plata, seda, etc., ensortijado para formar con él ciertas labores. 3- Coloquialmente, afición o deseo de hacer algo. 4- Coloquialmente, espiral de alambre o plástico que se utiliza para encuadernar.
Las dos últimas se refieren a la expresión “Matar el gusanillo”: 5- Beber aguardiente en ayunas. 6- Satisfacer el hambre momentáneamente.
Como se observa, ninguna de estas acepciones se refiere a lo que los niños piensan que es un gusanillo, es decir, un gusano pequeño.
Como oyente del lenguaje hablado, el niño intuye o sabe que muchas palabras que terminan con los sufijos “illo” e “illa” están en modo diminutivo. Ejemplos: calzoncillo, cuerpecillo, palillo, mesilla, chiquilla, perilla.
Poco a poco, descubre que ardilla, castillo, silla o brillo no son, al menos actualmente, diminutivos.
Pues bien, volviendo al libro de Fedosy, encontramos que él resuelve el mencionado conflicto idiomático, mediante un juego de palabras con el término “gusanillo”:
“El Gusano poeta
“Es un gusano con un gusanillo en el alma”.
De este modo, el neolector advierte que “gusanillo” es algo distinto a un gusano pequeño y, para salir de dudas, consulta a quien le puso el libro en las manos.
Otras muestras de estos juguetones textos para neolectores son “Los topos topados” y “El hipo…hip”:
“¡Vecino topo, por fin me lo topo!, dijeron aquellos dos al unísono y sobándose las cabezas”.
“El hipopótamo no termina de decir su nombre, porque tiene hipo”.
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Historias que espantan el sueño
Editorial Alfaguara, Caracas, 2007.
Ilustraciones: Pedro Aguilar.

Este libro está compuesto por siete cuentos, varios de ellos, magistrales muestras de literatura de terror para niños y jóvenes.
Me referiré especialmente a cuatro de estos relatos que hacen que su lectura se disfrute en verdad: “Yoamoatodoelmundo dice”, “La playa solitaria”, “El escondite con los risitas” y “La niñera mala”.
En el primero de tales cuentos, un niño conoce mediante el Chat a alguien que se identifica como Yoamoatodoelmundo.
Con quien se oculta tras ese nombre inicia una relación epistolar de amor/odio que lleva a un final parecido a una de las más escalofriantes leyendas urbanas generadas por Internet: la de la doncella ciega (Blind Maiden).
Tanto el desarrollo del relato, como su final, han hecho a muchos de sus lectores jóvenes perder el sueño y a muchos padres de éstos reclamar a la editorial por su publicación y a algunas docentes por habérselo recomendado a sus alumnos.
Ello, en lugar de constituir un pecado, una falta o un defecto, habla de la capacidad literaria del autor, capaz de transmitir una sensación de horror tal que, en tiempos de un cine y una televisión repletos de escenas y efectos altamente violentos y escalofriantes, logra enormes sensaciones de miedo con el único recurso de la palabra.
Sobre el miedo literario es mucho lo que se puede decir, pero basta señalar que el mismo, aunque a veces disipe el sueño nocturno por unas horas, es infinitamente menos dañino o peligroso que el miedo provocado por los noticieros de televisión, las películas de terror, los videojuegos y los exámenes de las materias que no se dominan.
“La playa solitaria” presenta a una niña y a su madre, quienes se encuentran en un lugar vacacional con playa. Allí se topan con una atemorizante niña fantasma.
Este texto también invoca ese miedo sabroso que formó parte de las antiguas noches de la humanidad, cuando el único medio de comunicación era la voz de hombres y mujeres, en torno a esas hogueras que, aparte de extender el día, mantenían a raya a los horrores ocultos en las sombras.
“El escondite con los risitas” es, además de terrorífico, kafkiano y hasta recordatorio de algunos de los mejores momentos del clásico de Lewis Carroll Alicia en el País de las Maravillas.
Sin advertirlo, Pablo, su protagonista, se introduce en un universo de juegos al aire libre del que, al parecer, no hay escapatoria. Allí se topa con unos seres demenciales y demoníacos conocidos como Los Risitas”, por su risa de niños-hiena.
La atmósfera creada en este cuento es un gran logro de Fedosy, pues permite compartir el miedo cósmico que embarga a su protagonista.
“La niñera mala”, que rememora en los lectores a Vicky, la malvada e inquisitorial niñera de la serie de dibujos animados Los padrinos mágicos, es peor que ésta.
Los lectores se identifican con el niño narrador, cuyo hermano, Javi, es víctima reiterada de esta perversa “cuidadora”.
Pero el narrador es alguien muy particular que, aunque logra imponer algo de justicia, muestra al final del cuento que su condición especial proviene de un horror mayor que el que se ha contado hasta entonces.
Con este libro, puedo afirmar que Fedosy Santaella se asienta en la literatura para niños de Venezuela y del resto del continente americano, como uno de sus cultores más destacados.
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Fedosy Santaella. Narrador venezolano (Puerto Cabello, Carabobo, 1970). Licenciado en letras por la Universidad Central de Venezuela. Aparte de los libros reseñados aquí, ha publicado Cuentos de cabecera (2004), y El elefante (2005, premio "Cada día un libro" del Consejo Nacional de la Cultura, Conac), y la novela Rocanegras (Ediciones B, 2007). Aparece en Antología de la ficción breve en Venezuela (2005). Ha sido colaborador de los diarios Notitarde y El Universal, así como de las revistas Dmente, Rasmia, Códice, Logotipos y Ficción Breve Venezolana. Ha participado en los talleres de narrativa y poesía de la editorial Monte Ávila.

3.21.2008

POR EL MAR DE LAS ANTILLAS
ANDA UN BARCO DE PAPEL


Nicolás Guillén


UN SON PARA NIÑOS ANTILLANOS

Por el Mar de las Antillas
anda un barco de papel:
anda y anda el barco barco,
sin timonel.

De La Habana a Portobelo,
de Jamaica a Trinidad,
anda y anda el barco barco,
sin capitán.

Una negra va en la popa,
va en la proa un español:
anda y anda el barco barco,
con ellos dos.

Pasan islas, islas, islas,
muchas islas, siempre más:
anda y anda el barco barco,
sin descansar.

Un cañón de chocolate
contra el barco disparó,
y un cañón de azúcar, zúcar,
le contestó.

¡Ay, mi barco marinero,
con su casco de papel!
¡Ay, mi barco negro y blanco
sin timonel!

Allá va la negra negra,
junto junto al español;
anda y anda el barco barco,
con ellos dos.
_________________________
SAPITO Y SAPÓN

Sapito y Sapón
son dos muchachitos
de buen corazón.
El uno, bonito,
el otro, feón;
el uno, callado,
el otro, gritón;
y están con nosotros
en esta ocasión
comiendo malanga,
casabe y lechón.
¿Qué tienes, Sapito,
que estás tan tristón?
Madrina, me duele
la boca, un pulmón,
la frente, un zapato
y hasta el pantalón,
por lo que me gusta
su prima Asunción.
(¡Niño!)
¿Y a ti, qué te pasa?
¿Qué tienes, Sapón?
Madrina, me duele
todo el esternón,
la quinta costilla
y hasta mi bastón,
pues sé que a Sapito
le sobra razón.
(¡Pero niño!)
Sapito y Sapón
son dos muchachitos
de buen corazón.

3.14.2008

PROSOEMA No. 69 (14/03/2008)

La edición de esta semana es escueta: apenas un cuento breve del escritor guatemalteco Augusto Monterroso, "El eclipse". ¿La razón? Viene una seguidilla de días festivos y, por estas fechas, el número de visitantes se reduce. Por lo tanto, enanecemos el blog por una semana, aunque lo agigantamos con la presencia de uno de los más importantes narradores americanos de los últimos cien años.
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EL ECLIPSE

Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido, aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar, se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

3.07.2008

PROSOEMA No. 68 (07/03/2008)

LAS PALABRAS PUEDEN


En días pasados, recibimos el libro LAS PALABRAS PUEDEN, una edición realizada por la UNICEF de Panamá, realizada por Jerome Seregni (quien fue el de la idea), Guillermo Mirecki Quintero y Raquel Delgado Rivera.
En la misma participaron algunos de los más destacados escritores de literatura para niños y jóvenes del continente americano y España, así como importantes escritores de lengua española y portuguesa, en tres géneros: ensayo, narrativa y poesía.
En ensayo, figuran autores como José Saramago, Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Ernesto Sábato, Paolo Coelho, Carlos Fuentes, José Caballero Bonald, Rosa Montero, y Jorge Edwards, entre otros.
En cuento, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Isabel Allende, Juan Gelman, Alvaro Mutis, Mempo Giardinelli, Federico Andahazi, Carlos Germán Belli, Nélida Piñón, Elena Poniatowska, Manuel Vicent, Laura Restrepo y Antonio Skarmeta, también entre otros.
En poesía, Ernesto Cardenal, Elsa Cross, Gioconda Belli, Ledo Ivo, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, José Emilio Pacheco y Enrique Verastegui, igualmente, entre otros.
Esta participación se hizo mediante textos inéditos, en su mayoría, y con la cesión de derechos para la edición.
El volumen reunido es bastante grueso, pues consta de 852 páginas.
Por Venezuela, participaron seis autores: Fernando Báez, Eugenio Montejo y Armando José Sequera, en cuento; y Edmundo Aray, Santos López y Yolanda Pantín, en poesía.
A continuación, presentamos dos textos del libro: su Introducción y el cuento de Armando José Sequera, titulado “Ojos de fiera”.
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INTRODUCCIÓN

Nils Kastberg


Esta obra es el resultado de un llamamiento especial que hicimos desde UNICEF a los más destacados poetas y escritores de América Latina, el Caribe, España y Portugal.
Nos sentimos felices de la acogida que tuvo nuestra idea. Todos ellos han contribuido con entusiasmo y desinteresadamente con sus textos, cuentos y poesías, a tratar de crear un nuevo lugar en el que reencontrarse con las ilusiones y sueños de nuestra infancia y adolescencia. De aquí surge una antología única e inimaginable hasta el día de hoy que se acerca a la situación de la infancia indígena y afrodescendiente en nuestra región.
Con la ayuda de tantos autores de aquí y allí nos hemos acercado a esas otras culturas que también son tan nuestras, a ese sabor especial que tenemos gracias a la riqueza cromática de nuestros pueblos, todos esos pueblos indígenas y todos esos afrodescendientes que traen con ellos su historia, sus valores, sus cosmovisiones, sus leyendas, sus lenguas, sus músicas.
Durante los últimos años, América Latina y el Caribe innegablemente han progresado en lo que concierne a la vida y al desarrollo de nuestros niños y niñas: la mortalidad y la desnutrición infantil han disminuido y la matricula en la escuela primaria ha alcanzado su nivel más alto en la historia de la región.
Asimismo, los gobiernos han demostrado un mayor compromiso en relación al tema de la infancia y la adolescencia mediante la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño y otros tratados y acuerdos internacionales que buscan proteger y garantizar los derechos de la infancia y la adolescencia.
Sin embargo, y a pesar de los avances logrados, todavía millones de niños, especialmente indígenas y afrodescendientes, permanecen excluidos del progreso e invisibles detrás de los promedios nacionales que miden el avance hacia el logro de los compromisos asumidos por sus países en apoyo de la infancia.
Hoy, en nuestra región, dos de cada cinco personas viviendo en extrema pobreza, son niños menores de 12 años, y de los dos millones de personas que viven con el VIH/SIDA, cincuenta mil son niños menores de 15 años.
Pero quizás el indicador más representativo de estas desigualdades es que cerca de nueve millones de niños sufren desnutrición crónica, lo que retrasa su crecimiento físico e intelectual y les condena a entrar en un círculo de pobreza que se perpetúa de generación en generación.
El resultado es una brecha inadmisible, entre aquellos compromisos encarnados en leyes, tratados, acuerdos y planes, y la dura realidad cotidiana a la que aún se enfrentan millones de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Es por ello que en esta antología van a encontrar tanto textos que nos recuerdan que la patria de los seres humanos todavía puede estar en los buenos recuerdos de la infancia, como escritos donde los autores dan voz a los que no tiene voz, o denuncian algunas de las graves formas de violencia y abandono que aún afectan a nuestra infancia.
Realmente, todavía queda mucho por hacer y es por ello que las Agencias del Sistema de Naciones Unidas que han contribuido a que este libro sea una realidad, el PMA (Programa Mundial de Alimentos), el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), OCHA (Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios) y la OIM (Organización Internacional para las Migraciones) siguen trabajando conjuntamente con los gobiernos, la sociedad civil, y la cooperación internacional, para establecer las condiciones necesarias que permitan superar la pobreza, la desigualdad, el hambre y la discriminación que afecta de manera desproporcionada a nuestra infancia.
Espero sinceramente que este libro pueda contribuir a que nuevas generaciones de personas comprometidas, nos ayuden a continuar cambiando las condiciones en las que vive nuestra niñez. Es una responsabilidad de todos. Las palabras tal vez no cambien la realidad, pero pueden convertirse en una fuerza capaz del cambio desde la esperanza.
Las Palabras Pueden.
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Nils Kastberg es el Director Regional de UNICEF en América Latina y el Caribe.
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OJOS DE FIERA

Armando José Sequera

Hoy se cumple un mes de lo que me pasó con el bebé jaguar. Fue algo tan increíble que nadie me cree cuando lo cuento.
Pero, como yo sé que sí pasó, quiero escribirlo para que nunca se me olvide. Me he dado cuenta de que, cuando uno es grande, se olvida que fue niño y yo no quiero que eso me pase.
Hace un mes, fui con Abuelo a una casa que compró en las montañas de Yaracuy. Yaracuy es un estado de Venezuela y Abuelo no es mi abuelo, sino que la gente lo llama así por su cabello, que es completamente blanco.
Abuelo se llama Augusto y vivo con él desde que me fugué del orfanato, hace seis años. Hacía pocos meses que Abuelo se había quedado viudo y estaba más solo que yo. Para todas partes llevaba una foto de Adelaida, su esposa.
–Viajamos mucho –me contó una vez–, y todavía no me acostumbro a andar por el mundo sin ella.
No sé quiénes fueron mi mamá o mi papá. Lo pregunté muchas veces en el orfanato y nadie supo qué contestarme. Sólo sabían que la policía me había hallado, envuelto en trapos, en una casa abandonada.
Los vecinos la llamaron porque tenían varias horas oyendo el llanto de un bebé. Un bebé como el jaguar del que quiero hablar. Aunque, claro, él no lloraba sino que daba un gritico que tenía de maullido y de graznido a la vez.
Desde entonces hasta que me fugué, viví como si mi nacimiento hubiera sido un delito, en algo peor que una cárcel: un orfanato. No sé cómo hacen lugares así, donde todo el mundo se porta como dicen que lo hacen las fieras.
Como yo era pequeño –no sólo de edad, sino de tamaño–, los más grandes me pegaban, me quitaban la comida o cualquier cosa que yo tuviera.
El peor era Jonathan, un muchacho de 14 años, especialista en robarnos a los pequeños. Nunca se metía con los de su edad, ni con las personas mayores, sólo con los de menor tamaño o los más débiles.
Cada vez que recibía algo –en Navidad o el Día del Niño, la alcaldía o la gobernación nos regalaban juguetes, dulces o helados­–, yo sabía que, al rato, Jonathan me lo iba a quitar.
Delante de los vigilantes o de los adultos, Jonathan era un santo. Fingía ayudarnos a los pequeños y, cuando no lo veían, nos quitaba las cosas, nos golpeaba y hasta abusaba de nosotros.
Un día apareció un gatico en el patio. Jonathan me vio haciéndole cariño. Sigilosamente, fue hasta donde yo estaba y me lo quitó de las manos. Nunca he podido olvidar el sonido del cuerpo del gatico al golpear contra la pared. Tampoco la risa de Jonathan, ni su mirada de humano salvaje. En sus ojos había ese fuego negro que convierte a la mirada en un cuchillo que no corta la piel pero sí el alma.
Una noche lo oí decirle a otro muchacho que, desde que había crecido, nadie lo tomaba en cuenta y que, por eso, él odiaba a todo el mundo.
Pero Jonathan no era el único que nos hacía daño. Había vigilantes iguales o peores que él. Arsenio y Jairo habían crecido en el orfanato y les gustaba golpear a los demás. Por cualquier cosa te castigaban en el calabozo o te pegaban hasta dejarte sin voz para gritar. Se contaba que, hacía años, habían matado a golpes a un niño llamado Ricardo. Hasta Jonathan les tenía miedo.
Para pegar, usaban varias cosas: una vara larga que no parecía pegar duro, pero que, cuando recibías el segundo o tercer varazo, te hacía doler todo el cuerpo. También tenían unos bates de madera que, cuando se quebraban sobre uno, había que pagarlos con trabajos como limpiar los baños o las escaleras, durante varias semanas o meses.
No sé por qué me acuerdo de esto. Quisiera olvidarlo y hacer que mi memoria empezara desde que vivo con Abuelo. A veces, cuando de noche cierro los ojos, temo que, al abrirlos, esté de nuevo en ese horrible lugar. No hay nada que me dé más miedo que volver allí. Nada, ya lo comprobé: ni siquiera estar frente a frente con un jaguar.
Un domingo, aprovechando que unos artistas de televisión habían ido a regalarnos juguetes, me escapé. Anduve por ahí, no sé cuántos días, pero fue más de una semana. Pasé más hambre que en el orfanato, pero no me importó.
Dormía en casas o negocios abandonados. También pasé una noche bajo un puente, pero el mal olor del río Guaire no me dejó dormir. En todos esos lugares había otros niños y también niñas y adultos. La mayoría vivía de pedir o robar. Algunos recogían latas o botellas y las vendían.
Yo nunca me atreví a robar. No por pena, sino por miedo. Sabía que, si me agarraba la policía, seguro me devolvían al orfanato o, peor, me mandaban a un retén de menores.
Tampoco me gustaba pedir, ni siquiera comida. Lo hice dos veces y sólo una me dieron. Prefería comer cosas sacadas de la basura, que oír que me dijeran que no.
Una mañana, pasé por una plaza y vi por primera vez a Abuelo. Se estaba comiendo un sándwich. Vi cuando lo sacó de una bolsa y cuando lo desenvolvió. Él dice que, como escuchó gruñir mi estómago, se volvió hacia donde yo estaba y me invitó a comer con él.
Al principio, no me acerqué porque ya varias personas –especialmente, viejos como él–­, me habían querido atraer y yo sabía lo que buscaban­. Pero lo miré a los ojos y supe que él no era de esos. Por eso acepté la mitad del sándwich que me ofrecía.
Estuvimos en silencio un rato y, después, nos pusimos a hablar. Como me dio confianza, me fui con él a su casa y allí sigo hasta hoy.
–Ya que no tuve hijos, ahora tengo un nieto –le dijo por esos días a Anita, una señora mayor, vecina y amiga suya, que no aceptaba que la llamara Señora Ana.
–¡Eso de señora es para la gente que envejece por dentro y por fuera –decía ella–. Yo nada más soy vieja por fuera.
Anita también fue muy buena conmigo. Lástima que muriera el año pasado.
Días después de mi llegada donde Abuelo, alguien llamó a la policía y dijo que él tenía en su casa a un niño que no era familia suya. Anita se enteró y le avisó a Abuelo. Además, llamó a Olga, una hermana suya que vive en Valencia, en el estado Carabobo, y allá fui a dar. Olga me cuidó casi dos meses, hasta que todo se calmó en Caracas.
Abuelo me preguntó después por qué no me quedé con ella y se asombró al saber que lo que me desagradaba de Olga era que hablaba mucho.
–¡Parecía un radio! –dije y Abuelo se echó a reír.
Pero Olga también era muy besucona. A cada rato me agarraba los cachetes y me los llenaba de besos. Y eso a mí no me gustaba. Un día se lo dije y contestó que, si yo vivía en su casa, tenía que dejarme besar por ella.
–Si hubiera sido una muchacha –dije para molestar, no porque lo sintiera–, estaba bien, pero, ¿una vieja?
–Yo también soy viejo y, algún día, tú también lo serás ­–contestó Abuelo, enojado–. ¿Tienes algo contra los viejos?
Aunque fue lo que dije, no rechacé a Olga por vieja, sino por fastidiosa. En esos días, aunque nada más tenía seis años, ya sabía que no se debe rechazar ni discriminar a nadie. Ninguna de las personas que conocía me lo había dicho, pero yo ya lo sabía.
Hay cosas más importantes en la vida que el color de la piel, la edad o si uno es rico o es pobre. Cuando uno no ha tenido nada, descubre que lo único que vale la pena es que alguien lo quiera. No de una manera desagradable y autoritaria como Olga, sino con ese cariño que sale de las personas como el aire que botan los pulmones. Ese alguien puede ser una mamá, un papá, un abuelo o cualquier persona que te conozca.
Si tienes quien te quiera, lo tienes todo, yo lo sé.
A mí mismo, en el orfanato y luego en la escuela, me han discriminado porque no sé quién fue mi papá. También porque no tengo la piel clara, sino algo oscura. Hay quienes me dicen “El Negro” y quienes me llaman “El Indio”. Y resulta que no soy negro, ni indio, ni blanco, sino una mezcla de los tres, como todos aquí, en Venezuela.
–¡Aquí está El Hijo de Nadie! –me dijo Lupe, una compañera de clases, burlándose, cuando tenía pocos días en la escuela. El nombre lo tomó de una telenovela que estaba de moda por esos días.
Giovanni, un amigo suyo, intervino y dijo, para meterse con Abuelo:
–¡Él no es el hijo, sino El Nieto de Nadie!
Ese día recibí mi primer y único castigo en el colegio y fue porque le rompí la boca al idiota ese.
Cuando llegué a casa, con una citación para él, Abuelo me dejó explicarle por qué había hecho lo que hice. Me pidió que no volviera a hacerlo y eso no me gustó. Después de todo, le pegué a Giovanni por la rabia que me dio que se burlara de él.
Pero sí me gustó cuando, al día siguiente, al enterarse que la maestra sólo lo había citado a él y no a los padres de los otros niños, le dijo que ella había castigado la lealtad y había dejado impune el irrespeto.
Con Abuelo he aprendido muchas cosas. La que más me gusta es escribir, porque puedo decir todo lo que pienso y lo que siento, sin que nadie –ni siquiera él mismo–, me diga lo que tengo que hacer y lo que no.
Hace mes y medio, Abuelo compró una casa en una montaña del estado Yaracuy. A él no le gusta la ciudad. Dice que la vida en Caracas es igual a estar siempre en una pista de autos de competencia: corre para aquí y corre para allá.
–La vida no es nada más andar a la carrera –agrega–, sino también caminar y detenerse: vivir corriendo no es sano. Por eso, quiero pasar mis últimos años en un lugar donde sea yo el que decida a qué velocidad va mi vida.
Después de un montón de años, recibió un dinero que había metido en un banco para invertirlo, en algo que no recuerdo si se llama fideocomiso o fideicomiso.
La casa no es nada del otro mundo, sino varias paredes con un techo que alguien levantó, en mitad de un monte bastante tupido. Tanto que uno no la ve hasta que está a pocos metros de ella.
Sólo se le llega con carros de doble tracción, como el que tiene Abuelo. Allí se escucha el silencio más ruidoso del mundo: grillos, pájaros, el viento. Todo suena como si quisiera dejar una huella de su paso.
Por las noches, cuando se prende la planta eléctrica, los insectos hacen cola para entrar por las ventanas.
Dos semanas después de comprada, pudimos quedarnos por primera vez en ella. Fuimos por un mes, aprovechando mis vacaciones del colegio.
Abuelo no había podido ir antes, porque tenía que entregar un trabajo de corrección que era urgente. He olvidado decir que él trabaja para una editorial, corrigiendo los libros, antes de que se publiquen.
Por esos días, hacía tanto calor, incluso en las noches, que una tarde, poco antes de oscurecer, Abuelo me propuso dormir fuera de casa. Para que no nos masacraran los zancudos, sacó de un armario una tienda y dos colchones de campaña.
Al final, la tienda nada más la usé yo. Eso de dormir en el suelo molestó mucho la espalda de Abuelo y le hizo volver a la casa la misma primera noche.
No le pareció bien que me quedara solo, pero después me dijo que, si dormí en las calles de Caracas a los seis años, no creía que ahora, a los doce, me pasara nada por dormir en la naturaleza.
Debo decir que se equivocó. Esa noche fue que pasó lo del bebé jaguar. Bueno, esa noche no: por la mañana del día siguiente.
Ese día desperté, recién salido el sol. Abrí los ojos y, de inmediato, sentí que pegado a mis costillas había algo calentito y peludito.
Me asusté, creyendo que era una araña –le tengo mucho miedo a las arañas–, pero descubrí que era algo parecido a un gato. En realidad, era un tigre bebé, un jaguarcito.
Pasé unos minutos acariciándolo, hasta que, a la derecha de la tienda, escuché algo que sonó como un trueno, aunque no venía del cielo.
No tuve miedo porque no se me ocurrió que era la mamá jaguar buscando a su cachorro pero, después del tercero de esos truenos, me di cuenta de lo que pasaba.
Como los rugidos sonaban cada vez más cerca, se me ocurrió lo que nunca se me debió ocurrir: salir de la tienda con el bebé jaguar en brazos. Apenas lo hice, me di cuenta de que estaba metiendo la pata.
Para ese momento, Mauricio –desde que empecé a acariciarlo, pensé que ese era su nombre–, repetía el sonido del que hablé antes, entre maullido y graznido, y se mostraba inquieto. Tan inquieto que me enterró las uñas de su garra derecha en el brazo.
–¡Auch! –me quejé, pero supe que no lo había hecho por maldad.
De repente, vi moverse unos arbustos a unos treinta o cuarenta metros a la derecha de donde estábamos.
Lo primero que pensé fue que Abuelo venía por allí, pero un rugido más suave que los anteriores me convenció de que no era así.
Como era un lugar con hierba más o menos alta, me quedé viéndolo. Y me encontré, precisamente, con unos ojos que también despedían chispas. Había odio en ellos, pero no como en los de Jonathan, cuando mató al gatico. No hay un odio mayor que el que podemos llegar a sentir los humanos.
Creo que por eso no tuve miedo. No lo sentí entonces, ni lo sentí después, cuando la jaguar empezó a avanzar lentamente hacia mí.
Mientras ella caminaba en dirección a donde yo estaba con Mauricio, no apartaba su mirada de la mía, ni yo de la de ella.
El bebé soltó otro maullido ronco y comprendí que debía ponerlo en el suelo. Mamá jaguar no rugió esta vez. Contestó el maullido con algo que más bien parecía un gruñido cariñoso.
Como Mauricio salió a su encuentro, la jaguar se detuvo. Ambos siguieron maullando y gruñendo hasta que se encontraron.
Mauricio pasó por debajo de su mamá y luego saltó para agarrarle la cola. Sin dejar de mirarme, mamá jaguar movió la cola para que Mauricio tratara de tomarla de nuevo.
Yo seguía como paralizado, pero en ningún momento aparté mis ojos de los de la jaguar.
Al fin, Mauricio echó a correr hacia los arbustos y su mamá se volvió a verlo.
Por último, miró otra vez en mi dirección y gruñó de nuevo.
Entonces, dio la vuelta y se fue tras su cachorro.
Antes de desaparecer de mi vista, se detuvo y lanzó varios rugidos suaves. No conozco el idioma de los jaguares, pero estoy seguro de que, de alguna manera, esos últimos rugidos querían decir gracias por cuidar a mi bebé o algo así.
Minutos después de haberse ido los jaguares, llegó Abuelo.
–¡Vámonos, que hay tigres cerca!
–Ya lo sé –le dije y le conté lo que había sucedido.
No dijo que no me creía, pero me miró con cara de incrédulo.
Ha pasado un mes desde entonces y ahora, ya en Caracas, le conté lo sucedido a varios amigos del colegio, pero ninguno me creyó. Dicen que no existe una fiera que no mate a quien se meta con sus cachorros.
Ahora, entre ellos, tengo fama de mentiroso y, diga lo que diga o cuente lo que cuente, nadie lo traga.
Pero, bueno, qué importa: yo sé lo que he vivido y eso sí es verdad que nadie me lo puede quitar.

2.29.2008

PROSOEMA No. 67 (29/02/2008)

OCURRIÓ DE NUEVO


Ocurrió de nuevo: el Premio Alfaguara de Novela de 2008 lo obtuvo otro reconocido escritor de libros para niños y jóvenes: Antonio Orlando Rodríguez, con una obra titulada Chiquita.
Él es autor de casi veinte libros destinados al público infantil y juvenil y un estudioso de este tipo de literatura, con dos títulos en su haber: Literatura infantil en América Latina (Unesco, San José, Costa Rica, 1993) y Panorama histórico de la literatura infantil en América Latina y el Caribe (Cerlalc, Bogotá, 1994).
Además, junto a Sergio Andricaín, fundó una de las revistas digitales sobre literatura para niños y jóvenes, más importantes del continente americano: Cuatrogatos.
Ahora bien, ¿por qué decimos que ocurrió de nuevo que el Premio Alfaguara de Novela lo obtuvo un autor de libros para niños y jóvenes?
Porque esto ha sucedido por tercera vez en los últimos cuatro años. En 2005, lo ganaron Graciela Montes y Ema Wolf (Argentina), con El turno del escriba, y en 2006 Santiago Roncagliolo (Perú) con Abril Rojo. Los tres, especialmente, Graciela Montes, son reconocidos autores de obras para niños y jóvenes.
Pero esto no es todo: en la única edición (hasta ahora) del Premio Planeta Casa de América, fallado el año pasado en Madrid, el ganador fue otro escritor argentino, sumamente conocido por sus obras destinadas a lectores juveniles: Pablo De Santis.
Uno de los autores más destacados de la narrativa en lengua española de la última década es Juan Villoro. Antes de obtener el Premio Herralde de Novela del 2004, era conocido como narrador en su país, México, y particularmente, como narrador para niños y jóvenes.
Algo parecido ha pasado en España con Elvira Lindo, la conocida autora del personaje Manolito Gafotas. En 2005, ganó el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral Editores.
Aquí, en Venezuela, varios de los más destacados autores de literatura para niños y jóvenes han obtenido premios importantes en los campos de la “literatura seria”, tales los casos de Jacqueline Goldberg y Armando José Sequera (Bienal Mariano Picón Salas, Mérida) y Laura Antillano y Fedosy Santaella (Bienal José Rafael Pocaterra).
Todos estos reconocimientos son un rotundo espaldarazo a quienes dedicamos parte de nuestra obra a los niños y a los jóvenes.
Un espaldarazo porque muchos escritores, críticos, comentaristas de libros, intelectuales de carrera, historiadores de la literatura y sesudísimos profesores de este mismo arte en las universidades han menospreciado a la literatura escrita para niños y jóvenes hasta el cansancio.
Y quienes no la han menospreciado o considerado de baja estofa han ido más lejos, pretendiendo exiliarla de la literatura. Gran cantidad de ellos y ellas estiman que escribir para niños y jóvenes es denigrante, enfermizo, mediocre, de pobre imaginación, muy fácil y pare de contar epítetos o expresiones, a cual más degradante.
Los autores de literatura para niños y jóvenes somos excluidos de los congresos, simposios y encuentros de narrativa o poesía, porque se nos ve como la escoria de la escritura, como se percibe en la India a la casta de los intocables.
Y, si bien es cierto que se ha escrito y publicado mucha basura literaria en el campo de la literatura para niños y jóvenes, no es menos cierto que ello también ocurre y en demasía, en la narrativa, la poesía y todos los restantes géneros literarios. ¿O es que todos los poemarios y las novelas o libros de cuentos “serios” que se editan en el mundo son obras maestras?
Este premio a Antonio Orlando Rodríguez confirma que, en el continente americano y en España, gran parte de lo que se está escribiendo para niños y jóvenes proviene de escritores de oficio, de personas que hacen literatura y que, si publican obras para niños y jóvenes, lo hacen como parte de una profesión y no nada más porque no saben qué más hacer o porque les resulta más sencillo o más comercial.
Por cierto que, en una entrevista concedida al diario español ABC, el pasado 26 de febrero, Rodríguez afirmó que su experiencia con la literatura infantil le ha procurado facilidad para la fantasía y, sobre todo, el deseo continuo de mantener la atención, de atrapar al lector.
Para cerrar, reproducimos una opinión expresada por él, en 2002, en la revista Cuatrogatos, sobre lo que, a su juicio, es un buen cuento para niños y jóvenes:
“Un buen cuento para niños es el que más cerca está de ellos; el que refleja, recrea y trasciende su universo; aquel que, sin vacilar, hacen suyo de inmediato. Fantasía, humor, dinamismo, aventura, poesía, son algunos de los elementos a los que puede echar mano el autor para propiciar un diálogo franco y rico con su destinatario. Lograr a plenitud esa síntesis de recursos, esa feliz conjunción de sonrisa y respeto, depende, en primera instancia, de nuestra calificación, pero también, en considerable medida, de la intuición de cada cual, de su capacidad para contemplar el mundo circundante con esa mirada única, propia de la niñez”.
Aparte de la noticia y este comentario, presentamos en esta edición de Prosoema, un cuento de Antonio Orlando Rodríguez, tomado de su libro Un elefante en la cristalería (1995).
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FANTASMAS

Antonio Orlando Rodríguez


Por lo general en cada casa, además de una familia de personas, vive otra de fantasmas. Como soy el único de mi casa que todavía se asusta de los fantasmas, fui también el único en ser invitado a la fiesta que darán esta noche a las 12, en la sala, y a la que asistirán todos los vecinos fantasmagóricos del barrio.
De tanto ver a mis fantasmas vagar por los rincones durante las madrugadas, he aprendido un montón de cosas sobre ellos. Las fantasmas pizpiretas usan sábanas plisadas y las más jóvenes prefieren llevar minisábanas. Si la sábana de un fantasma tiene remiendos y parches, puedes tener la certeza de que es muy viejo. A los fantasmas les encantan las películas de misterio, el olor de los jazmines, las velas y las tormentas con relámpagos y truenos. Cuando están contentos, brindan con copas de cristal fino llenas de burbujas y bailan al compás de una música que sólo ellos escuchan. Las teclas del piano se mueven como enloquecidas, pero ningún sonido se oye en la casa. Si uno abraza a una chica fantasma, es como si estuviera abrazando a un puñado de aire. Y si alguna vez te levantas de noche a tomar agua y sientes un friecito húmedo en la mejilla, no te asustes: es que algún fantasma sentimental te ha dado un beso.