1.19.2008

PROSOEMA No. 61 (19/01/2008)

EL FÉRETRO DE VIDRIO

Jacob y Wilhelm Grimm

Nadie diga que un pobre sastre no puede llegar lejos ni alcanzar altos honores. Basta para ello que acierte con la oportunidad y, esto es lo principal, que tenga suerte.
Un oficialillo gentil e ingenioso de esta clase se marchó un día a correr mundo. Llegó a un gran bosque para él desconocido y se extravió en su espesura. Cerró la noche y no tuvo más remedio que buscarse un cobijo en aquella espantosa soledad. Cierto que habría podido encontrar un mullido lecho en el blando musgo; pero el miedo a las fieras no lo dejaba tranquilo y, al fin, se decidió a trepar a un árbol para pasar en él la noche. Escogió un alto roble y subió hasta la copa, dando gracias a Dios por llevar encima su plancha, ya que, de otro modo, el viento, que soplaba entre las copas de los árboles, se lo habría llevado volando.
Pasó varias horas en completa oscuridad, entre temblores y zozobras, hasta que, al fin, vio a poca distancia el brillo de una luz. Suponiendo que se trataba de una casa que le ofrecería un refugio mejor que el de las ramas de un árbol, bajó cautelosamente y se encaminó hacia el lugar de donde venía la luz. Se encontró con una cabaña construida de cañas y juncos trenzados. Llamó animosamente, se abrió la puerta y al resplandor de la lámpara vio a un viejecito de canos cabellos que llevaba un vestido hecho de retales de diversos colores.
-¿Quién eres y qué quieres? -le preguntó el vejete con voz estridente.
-Soy un pobre sastre -respondió él- a quien ha sorprendido la noche en el bosque. Le ruego encarecidamente que me dé alojamiento en su choza hasta mañana.
-¡Sigue tu camino! -replicó el viejo de mal talante-. No quiero tratos con vagabundos. Búscate acomodo en otra parte.
Y se disponía a cerrar la puerta; pero el sastre lo agarró por el borde del vestido y le suplicó con tanta vehemencia que el hombrecillo, que en el fondo no era tan malo como parecía, se ablandó y lo acogió en la choza; le dio de comer y le preparó un buen lecho en un rincón.
No necesitó el cansado sastre que lo mecieran y durmió con un dulce sueño hasta muy entrada la mañana; y sabe Dios a qué hora se habría despertado de no haber sido por un gran alboroto de gritos y mugidos que resonó de repente a través de las endebles paredes de la choza.
Sintiendo nacer en su alma un inesperado valor, se levantó de un salto, se vistió a toda prisa y salió fuera. Allí vio, muy cerca de la cabaña, que un enorme toro negro y un magnífico ciervo se hallaban enzarzados en furiosa pelea. Se acometían mutuamente con tal fiereza que el suelo retemblaba con su pataleo y vibraba el aire con sus gritos. Durante largo rato estuvo indecisa la victoria hasta que, al fin, el ciervo hundió la cornamenta en el cuerpo de su adversario, éste se desplomó con un horrible rugido y fue rematado por el ciervo a cornadas.
El sastre, que había asistido, asombrado, a la batalla, permanecía aún inmóvil cuando el ciervo, corriendo a grandes saltos hacia él, sin darle tiempo de huir, lo ahorquilló con su poderosa cornamenta.
No pudo el hombre entregarse a largas reflexiones, pues el animal, en desenfrenada carrera, lo llevaba campo a través, por montes y valles, prados y bosques.
Agarrándose firmemente a los extremos de la cuerna se abandonó al destino. Tenía la impresión de estar volando. El ciervo se detuvo ante un muro de roca y depositó suavemente al sastre en el suelo. Éste, más muerto que vivo, recobró sus sentidos al cabo de mucho rato. Cuando estaba ya, hasta cierto punto, en sus cabales, vio que el ciervo embestía con gran furia contra una puerta que había en la roca y que se abrió bruscamente. Por el hueco salieron grandes llamaradas, seguidas de un denso vapor que ocultó el ciervo a sus ojos. No sabía el hombre qué hacer ni adónde dirigirse para escapar de aquellas soledades y hallarse de nuevo entre los hombres. Estaba indeciso y atemorizado cuando oyó una voz que salía de la roca y le decía:
-Entra sin temor, no sufrirás daño alguno.
El sastre vaciló unos momentos hasta que, impulsado por una fuerza misteriosa, avanzó, obedeciendo el dictado de la voz. A través de una puerta de hierro llegó a una espaciosa sala, cuyo techo, paredes y suelo eran de sillares brillantemente pulimentados, en cada uno de los cuales estaba grabado un signo indescifrable. Lo contempló todo con muda admiración, y ya se disponía a salir cuando se oyó nuevamente la voz misteriosa:
-Ponte sobre la piedra que hay en el centro de la sala; te espera una gran dicha.
Tanto se había envalentonado nuestro hombre que ya no vaciló en seguir las instrucciones de la voz. La piedra empezó a ceder bajo sus pies y fue hundiéndose lentamente tierra adentro. Cuando se detuvo, el sastre miró a su alrededor y vio que se encontraba en otra sala, de dimensiones iguales a la primera; pero en ella había más cosas dignas de ser consideradas y admiradas. En las paredes había huecos a modo de nichos que contenían vasijas de transparente cristal, llenas de esencias de color o de un humo azulado. En el suelo, colocadas frente a frente, se veían dos grandes urnas de cristal, que en seguida atrajeron su atención. Al acercarse a una de ellas pudo contemplar en su interior un hermoso edificio, semejante a un palacio, rodeado de cuadras, graneros y otras dependencias. Todo era en miniatura, pero sutil y delicadamente labrado, como obra de un hábil artífice.
Seguramente habría continuado sumido en la contemplación de aquella magnificencia, de no haberse dejado oír de nuevo la voz, invitándolo a volverse y mirar la otra urna de cristal.
¡Cuál sería su asombro al ver en ella a una muchacha de divina belleza! Parecía dormida, y su larguísima cabellera rubia la envolvía como un precioso manto. Tenía cerrados los ojos, pero el color sonrosado de su rostro y una cinta que se movía al compás de su respiración, no permitía dudar de que vivía. Contemplaba el sastre a la hermosa doncella de palpitante corazón, cuando de pronto abrió ella los ojos y, al distinguir al mozo, prorrumpió en un grito de alegría:
-¡Santo cielo! ¡Ha llegado la hora de mi liberación! ¡De prisa, de prisa, ayúdame a salir de esta cárcel! Si descorres el cerrojo de este féretro de cristal, quedaré desencantada.
Obedeció el sastre sin titubear; levantó ella la tapa de cristal, salió del féretro y corrió a un ángulo de la sala, donde se cubrió con un amplio manto. Sentándose luego sobre una piedra, llamó a su lado al joven y, después de besarlo en señal de amistad, le dijo:
-¡Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras.
-Soy hija de un opulento conde. Mis padres murieron siendo yo aún muy niña y en su testamento me confiaron a la tutela de mi hermano mayor, quien cuidó de mi educación. Nos queríamos tiernamente y marchábamos tan acordes en todos nuestros pensamientos e inclinaciones, que tomamos la resolución de no casarnos jamás y vivir juntos hasta el término de nuestros días. Nunca faltaban visitantes en nuestra casa: vecinos y forasteros acudían a menudo y a todos les dábamos espléndida hospitalidad.
“Un anochecer llegó a caballo, a nuestro castillo, un extranjero que nos pidió alojamiento para la noche, pues no podía ya seguir hasta el próximo pueblo. Atendimos su ruego con la cortesía del caso y, durante la cena, nos entretuvo con su charla y sus relatos. Mi hermano se sintió tan a gusto en su compañía que le rogó se quedase con nosotros un par de días, a lo cual accedió él después de oponer algunos reparos. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche, asignamos una habitación al forastero, y yo, sintiéndome cansada, me fui a pedir descanso a las blandas plumas. Empezaba a adormecerme cuando me desvelaron los acordes de una música delicada y melodiosa.
No sabiendo de dónde venía, quise llamar a mi doncella, que dormía en una habitación contigua. Pero con gran asombro me di cuenta de que, como si oprimiera mi pecho una horrible pesadilla, estaba privada de la voz y no conseguía emitir el menor sonido. Al mismo tiempo, a la luz de la lámpara, vi entrar al extranjero en mi aposento, pese a estar cerrado sólidamente con doble puerta.
Acercándoseme, me dijo que, valiéndose de la virtud mágica de que estaba dotado, había producido aquella hermosa música para mantenerme despierta, y ahora venía, sin que fuesen obstáculo las cerraduras, a ofrecerme su corazón y su mano.
“Pero mi repugnancia por sus artes diabólicas era tan grande que ni me digné contestarle. Permaneció él un rato inmóvil, de pie, sin duda esperando una respuesta favorable; pero, al ver que yo persistía en mi silencio, me declaró, airado, que hallaría el medio de vengarse y castigar mi soberbia, después de lo cual volvió a salir de la estancia.
“Pasé la noche agitadísima, sin poder conciliar el sueño hasta la madrugada. Al despertarme, corrí en busca de mi hermano para contarle lo sucedido; pero no lo encontré en su habitación. Su criado me dijo que, al apuntar el día, había salido de caza con el forastero.
“Agitada por sombríos presentimientos me vestí a toda prisa, mandé ensillar mi jaca y, seguida de un criado, me dirigí al galope hacia el bosque. El caballo de mi criado tropezó y se rompió una pata, por lo que el hombre no pudo acompañarme mientras yo proseguía mi ruta sin detenerme. A los pocos minutos, vi al forastero, que se dirigía hacia mí conduciendo un hermoso ciervo atado de una cuerda. Sintiendo en mí pecho una ira irrefrenable, saqué una pistola y la disparé contra el monstruo; pero la bala rebotó en su pecho y fue a herir la cabeza de mi jaca. Caí al suelo y el extranjero murmuró unas palabras que me dejaron sin sentido.
“Al volver en mí, me encontré en esta fosa subterránea, encerrada en este ataúd de cristal. Volvió a presentarse el brujo y me comunicó que mí hermano estaba transformado en ciervo; mi palacio reducido a miniatura con todas sus dependencias y recluido en esta arca de cristal, y mis gentes convertidas en humo y aprisionadas en frascos de vidrio. Si yo accedía a sus pretensiones, le sería facilísimo volverlo todo a su estado primitivo. No tenía más que abrir los frascos y las urnas y todo recobraría su condición y forma naturales. Yo no le respondí, como la vez anterior, y entonces él desapareció, dejándome en mi prisión, donde quedé sumida en profundo sueño. Entre las visiones que pasaron por mi alma hubo una, consoladora: la de un joven que venía a rescatarme. Y hoy, al abrir los ojos, te he visto, y así se ha trocado el sueño en realidad. Ayúdame ahora a efectuar las demás cosas que sucedieron en mi sueño: lo primero es colocar sobre aquella gran losa el arca de cristal que contiene mi palacio”.
No bien gravitó sobre la piedra el peso del arca, empezó a elevarse, arrastrando a la doncella y al mozo, y por la abertura del techo llegó a la superior, desde la cual les fue fácil salir al aire libre. Allí la muchacha abrió la tapa y fue maravilloso presenciar cómo se agrandaban rápidamente el palacio, las casas y las dependencias, hasta alcanzar sus dimensiones naturales. Volviendo luego a la bóveda subterránea, cargaron sobre la piedra los frascos llenos de esencias y vapores y, en cuanto la doncella los hubo destapado, salieron de ellos el humo azul, transformándose en personas vivientes, en quienes la condesa reconoció a sus criados y servidores. Y su alegría llegó al colmo cuando el hermano que, siendo ciervo había dado muerte al brujo en figura de toro, se les presentó viniendo del bosque.
Aquel mismo día la doncella, cumpliendo su promesa, dio al venturoso sastre su mano ante el altar.