2.07.2008

PROSOEMA No. 64 (08/02/2008)

Armando José Sequera
EL DERECHO A LA TERNURA.
Espasa-Calpe, Caracas, 2007.

La semana que viene entra en circulación esta novela de Sequera.
La protagoniza Mariana, una niña de doce años para quien todos los seres humanos tenemos derecho a ser tiernos sin que se nos tilde de cursis.
En las páginas de este libro, Mariana cuenta cómo fue la relación amorosa de sus abuelos paternos y como es la de sus padres. Se opone a la idea según la cual el amor es algo pasajero o de otros tiempos y lo reivindica como algo indispensable para la humanidad.
Las múltiples anécdotas que presenta sobre esas cuatro personas hacen que los lectores descubran cuan próxima está a nosotros la ternura y cómo sólo basta regarla con cariño y creatividad para que florezca.
Tras los éxitos de sus personajes, el tío Ramón y Teresa, Sequera nos entrega ahora a Mariana en una novela que, por la cantidad de historias que contiene, parece a la vez un libro de cuentos.
En esta edición de Prosoema, ofrecemos el capítulo 5 de El derecho a la ternura, novela que, esperamos, agrade también a sus lectores de todas las edades.

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CAPÍTULO 5

Como ya dije, mis padres se conocieron en un cumpleaños. Se habían visto varias veces en las oficinas del diario donde trabajaban, pero nunca habían hablado.
Morella, una de las reporteras -que era amiga de ambos-, los invitó a su fiesta de cumpleaños. Esa noche, cuando los presentó, los dos se quedaron estáticos, uno frente al otro, sin decirse nada en los próximos cinco minutos.
Morella creyó que no se habían gustado hasta que, al día siguiente, mamá y ella se encontraron en el archivo del diario y mamá le agradeció que le hubiera presentado a papá.
-Augusto es tan especial: tan amable, tan profundo... ¡Y, sobre todo, tan romántico! -dijo mamá, suspirando.
-¡Pero, si ustedes no se dijeron nada! -comentó Morella, asombrada.
-No con palabras -replicó mamá.
Al rato, Morella vio a papá o papá vio a Morella, no sé bien cómo fue. Lo cierto es que papá también le agradeció que le hubiera presentado a mamá.
-¡Miriam es una mujer extraordinaria -dijo-: es tan inteligente, tan bella, tan...! ¡Es única...!
Morella le dijo a papá que los dos estaban locos y se despidió de él, moviendo el dedo índice de su mano derecha sobre su sien del mismo lado. Papá cuenta que, después de separarse, la vio correr hasta su escritorio, abrir una gaveta, sacar un cigarrillo y ponerse a fumar desesperadamente.
Mis padres se pusieron de acuerdo para verse fuera del diario y, en la primera salida, descubrieron que los dos eran vegetarianos, que a ambos les gustaba la música de Mozart, de Vivaldi y de los Beatles, así como los cuentos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Que la novela favorita de ambos era Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, y sus poetas preferidos Miguel Hernández y César Vallejo. Que admiraban a Greenpeace y que la mayoría de sus amigos y amigas eran amigos y amigas de uno y otra. También que padecían la misma tristeza paralizante los domingos por la tarde.
Estuvieron saliendo durante seis meses. Iban al cine, al teatro, a exposiciones de pintura o fotografía, a conciertos, a playas (principalmente, a las de los parques Morrocoy y Mochima), al teleférico de Mérida y, aquí en Caracas, al Parque Nacional El Ávila, al Parque del Este y a las cuevas de El Cafetal. Todos los mediodía almorzaban juntos, cerca del diario.
Un día, los enviaron a Perú, a cubrir no recuerdo qué noticia. Cuando llegaron al aeropuerto de Maiquetía, mamá pasó sin problemas por el detector de metales. Papá no y eso que, antes de pasar, dejó su cámara y varias monedas en una cesta pequeña. Sin embargo, la alarma sonó y se encendió una luz roja.
Papá retrocedió, sacó de los bolsillos de sus pantalones un llavero y una navaja suiza. Se quitó el reloj y también el cinturón, cuya hebilla era bastante gruesa.
Avanzó de nuevo hacia el detector de metales y el timbre volvió a sonar. Entonces dijo:
-Olvidé sacar algo.
Ante los policías y los otros pasajeros que estaban en fila detrás de él, papá sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un pequeño estuche metálico y lo abrió. Adentro había un anillo de oro con una esmeralda pequeña. Allí, debajo del detector de metales, le preguntó a mamá si quería ser su esposa. Lo hizo igual que en las películas de Hollywood: poniéndose de rodillas y extendiendo el anillo hacia ella.
Mamá se quedó muda. En primer lugar, avergonzada de que papá hubiera hecho aquello delante de tanta gente desconocida y, en segundo, asombrada de estar viviendo algo así. Luego, durante quince o veinte interminables segundos -mientras pensaba que eso era lo más romántico que le había ocurrido-, mantuvo en suspenso a todos los testigos. Cuando regresó de sus pensamientos, dijo que sí y abrazó y besó a papá.
Todos los presentes –pasajeros y policías por igual-, aplaudieron y una de las pasajeras se echó a llorar.
-¡Nunca había visto nada tan emocionante! -dijo, mientras se secaba las lágrimas-. ¡Ojalá me hubiera ocurrido a mí!