4.11.2008

PROSOEMA No. 73 (11/04/2008)

En días pasados, se celebró el Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Esta festividad se desarrolla desde hace algunos años el 2 de abril, día del natalicio del más grande autor de cuentos para niños y jóvenes: Hans Christian Andersen.
En homenaje a este notable narrador danés, de cuyo nacimiento se cumplieron 203 años, presentamos un cuento suyo que, de alguna manera, prefigura la televisión.
Como observarán nuestros lectores, se trata de un cristal que desfigura la realidad, tal como hace este masivo medio de comunicación que, en buenas manos, es un instrumento divulgativo maravilloso.
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EL DIABLO Y SUS AÑICOS

Hans Christian Andersen


Cierto día un duende malo, el peor de todos, puesto que era el diablo, estaba muy contento porque había preparado un espejo que tenía la propiedad de que todo lo bueno, bonito y noble que en él se reflejaba desaparecía, y todo lo malo, feo e innoble aumentaba y se distinguía mejor que antes.
¡Qué diablura malvada! Los paisajes más hermosos, al reflejarse en el espejo, parecían espinacas hervidas y las personas más buenas tomaban el aspecto de monstruos o se veían cabeza abajo; las caras se retorcían de tal forma que no era posible reconocerlas, y si alguna tenía una peca, ésta crecía hasta cubrirle la boca, la nariz y la frente.
-¡Vengan diablitos, miren que divertido! -decía el diablo.
Había algo peor todavía. Si uno tenía buenos pensamientos, aparecía en el espejo con una sonrisa diabólica, y el peor de todos los duendes se reía satisfecho de su astuta invención. Los alumnos de su escuela, pues tenía una porque era profesor, decían que el espejo era milagroso, porque en él se podía ver, afirmaban, cómo eran en realidad el mundo y los hombres.
Lo llevaron por todos los países y no quedó ningún hombre que no se hubiese visto completamente desfigurado. Pero los diablos no estaban satisfechos.
-¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! -dijeron sus alumnos.
Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos.
Pero entonces la cosa fue peor todavía, porque había partículas que eran del tamaño de un granito de arena y se esparcieron por todo el mundo, y si caían en el ojo de alguien, se incrustaban en él y los hombres lo veían todo deformado y sólo distinguían lo malo, porque el más pequeño trozo conservaba el poder de todo el espejo.
Lo terrible era cuando una partícula se incrustaba en el corazón de una persona, porque se convertía en un pedazo de hielo. Algunos hicieron cristales de gafas con los trozos que se encontraron pero fue espantoso. El que se ponía las gafas veía todas las cosas transformadas en cosas tristes y desagradables y ya no podía ser feliz. El diablo se desternillaba de risa vendo lo que habían hecho sus discípulos. Se reía tan a gusto que su gordo vientre se agitaba y se cansaba de felicitar a sus alumnos.