8.08.2007

PROSOEMA No. 41 (24/08/2007)

DOS CUENTOS
DE BAJA CALIFORNIA




Presentación
De seguro que más de una vez en una noche oscura, cuando la luna no ilumina el paisaje con sus rayos, tu papá o tu mamá te han contado algunos de esos cuentos que te ponen la piel de gallina y te hacen voltear para todos lados, esperando que el aparecido te jale en la oscuridad...
Pensando en eso, decidimos hacer un libro con cuentos y leyendas que tratan de aparecidos, duendes y un jinete sin cabeza.
Son del estado de Baja California, donde existe un lugar muy famoso entre las ciudades de Tijuana y Mexicali, que se llama La Rumorosa. Este sitio se caracteriza por sus cerros llenos de piedras de todos tamaños y formas, que muchas veces parecen seres que espantan a las personas que pasan por ahí.

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LA RUMOROSA


Dicen que, en una ranchería cercana a la ciudad de Tijuana, vivía una enfermera llamada Eva.
Era muy conocida y respetada porque ayudaba a los enfermos y a los accidentados; sin importar la hora, iba adonde se lo pidieran. Cierto día, llegó a su casa una señora que le rogó muy angustiada:
—Señorita Eva, mi esposo está enfermo, necesita que lo atiendan; por favor, venga a verlo.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó la enfermera.
—Ha tenido mucho dolor de estómago, toda la noche se estuvo quejando —respondió la mujer.
—¿Por dónde vives?
—Cerca de La Rumorosa —contestó.
—Está lejos —dijo la enfermera—. Primero voy a ver a una vecina que también está enferma, pero dime cómo llegar y, en cuanto me desocupe, iré para allá.
La señora le dio las señas del lugar y se fue.
Mientras tanto, la enfermera tomó su maletín y se dirigió a la casa de su vecina. Terminada su visita, salió rumbo a La Rumorosa caminando bajo el calor intenso del mediodía pero, en su prisa por llegar adonde la esperaban, equivocó el camino.
—No veo ninguna casa —pensó preocupada— estoy segura de que me dijo que era por aquí.
Ya habían pasado varias horas desde que saliera de su casa y pronto oscurecería. Tenía hambre y sed porque el agua que llevaba se había terminado; aún así trató de no desesperarse. Levantó la vista y no miró otra cosa que piedras formando los enormes cerros de La Rumorosa.
Una sensación de temor la invadió porque sabía historias de ese lugar en las que se hablaba de aparecidos, brujas y quién sabe cuántas cosas más.
Decidió volver a caminar y, guardando su miedo, se metió entre aquellos cerros; con la noche, las enormes piedras que se encontraban por todos lados se transformaban en horrendas personas y animales que gritaban su nombre: ¡Eva, Eva...!
La mujer echó a correr desesperada entre las rocas hasta que sus pies resbalaron y no supo más de sí.
Con los días, los vecinos fueron a buscar a Eva a su casa, pero no la encontraron. No volvieron a saber de ella hasta que, en las curvas de La Rumorosa, vieron a una mujer vestida de blanco que pedía raite.
El camino era tan difícil que nadie podía detenerse, pero aun así, cuando menos se lo esperaban, ¡aparecía sentada a un lado del que iba manejando! ¡El susto que se llevaban! La mujer se quedaba muda y siempre desaparecía frente al panteón. Se dice que todos estaban tan espantados que ya no querían pasar por aquellos lugares, pues corría el rumor de que era la enfermera muerta.
Otros cuentan que, en la Cruz Roja de Tecate, muchos pacientes han sido atendidos por una misteriosa mujer que era muy cuidadosa en las curaciones y desaparecía siempre que llegaba la enfermera de turno; a pesar del susto que les dio ver cómo se desvanecía, la mayoría coincide en que siempre los favoreció.
Mucha gente ha acudido con el padre para que ayude a la enfermera en pena, pero, como nadie sabe dónde murió, no han podido hacer nada.
Así, la muerta seguirá vagando por los caminos de La Rumorosa durante muchos años más.

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EL JINETE SIN CABEZA


Un señor ya viejo que se llamaba Carmelo tenía una parcela en el Valle de Mexicali, donde sembraba, según la temporada, algodón o trigo. La cuidaba mucho y tenía la costumbre de regarla en la madrugada, porque a esa hora las matas aprovechaban más el agua.
Un día, como a eso de las cuatro de la mañana, escuchó muy cerca el trote de un caballo. Se le hizo extraño que alguien anduviera por ahí pero, con todo y eso, dijo con amabilidad:
—¡Buenos días!
Como no le contestaron, volteó, y grande fue su sorpresa pues no había nadie, aunque el Canelo, su perro, no paraba de ladrar. Nunca creyó en cosas de espantos y, sin embargo, esa vez le ganó el miedo. Trató de calmarse y se fue a su casa.
Todo el día se la pasó inquieto y, a la hora de la comida, le platicó a su mujer lo que había ocurrido, pero ella no le creyó.
Pasaron los días y nada extraño se escuchó en la parcela, pero un lunes muy temprano el señor salió acompañado del Canelo y, cuando subió a su troca, se dio cuenta de que había olvidado su lonche.
Al regresar a su casa, un caballo desbocado que corría sin freno hizo que se detuviera en seco, pues el animal andaba sin tocar el piso y se dirigía justo hacia él. Casi lo tenía encima ¡cuando desapareció!
El señor tragó saliva y no se movió durante un buen rato. Todavía tembloroso, entró a su casa, donde se quedó dormido. A mediodía, su señora lo despertó:
—Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás pálido.
—Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude ir a la parcela —dijo el señor y le contó lo del caballo aparecido.
Al escuchar a su marido, la señora se persignó porque le dio mucho miedo y, al ver que Carmelo se dirigía hacia fuera, le dijo:
—¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo!
El señor no le hizo caso. Se subió a la troca y se fue. Al llegar, dio unos pasos y se paró bajo un árbol frondoso. Subían a lo lejos los últimos rayos del sol, cuando a su espalda escuchó las pisadas de un animal que se acercaba.
Al voltear, descubrió a un enorme caballo blanco frente a él. Lo montaba un jinete vestido de charro, quien dejó al viejo quieto del miedo, pues su cuerpo terminaba en los hombros: ¡no tenía cabeza!
—¿Quién eres? —preguntó, armándose de valor— ¿para qué me quieres?
No hubo respuesta.
Carmelo empezó a sudar, quería moverse y no podía; ver al jinete sin cabeza lo había paralizado.
Entre las ramas del árbol sólo se oía el sonido del viento. En eso, se escuchó una voz que venía de quién sabe dónde, parecía que salía de la tierra porque era hueca y tenebrosa:
—Soy Joaquín Murrieta. De seguro has oído hablar de mí; vengo a confiarte un secreto.
—¿Qué es lo que quieres? —dijo el señor en voz alta.
—Escucha con atención lo que voy a decirte: en esta parcela, enterré un magnífico tesoro y quiero dártelo pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó Carmelo.
—Sólo tú puedes desenterrarlo. Nadie, absolutamente nadie más debe hacerlo, porque aquel que lo haga caerá muerto como lluvia del cielo y tú junto con él.
La voz se fue apagando. En un abrir y cerrar de ojos, el descabezado desapareció con todo y caballo. El señor se quedó sorprendido. Después de un rato, se subió a su troca y se dirigió al pueblo.
Cuando llegó, era tanta su emoción que a todos los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte. Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela, pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres.
A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya que por todos lados hacían hoyos con picos y palas.
Al cabo de unas horas, uno de ellos gritó que había dado con algo. Se fueron a ese lado del terreno y escarbaron con los rostros llenos de felicidad. Encontraron costales hartos de monedas, cadenas, anillos y otros objetos de oro y plata. Brincaban y gritaban haciendo bulla, pero eso no duró mucho: un jinete sin cabeza en un gran caballo blanco apareció entre ellos.
Carmelo se acordó entonces de la advertencia de Joaquín Murrieta; sin embargo, era demasiado tarde.
El jinete sin cabeza dio una orden a su caballo, éste pateó la tierra y el tesoro empezó a hundirse jalando a todos los que estaban ahí entre gritos de espanto y desesperación.
Carmelo suplicó que no lo hiciera, que lo castigara a él y no a aquellos inocentes, pero fue inútil: en unos segundos no quedaba nadie, sólo Carmelo y el jinete, que desapareció sin decir nada.
Carmelo regresó a su casa, no dijo nada a su esposa, se sentó en la entrada y no se movió más. Pasaron los días, el viejo no volvió a comer y se fue secando, secando hasta que se murió.
Nadie más supo de lo ocurrido. Se dice que Joaquín Murrieta sigue cabalgando por aquellas tierras buscando a quién darle su tesoro.
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Tomado del libro La Rumorosa y los aparecidos
. Textos de Rubén Fischer e ilustraciones de Isaac Hernández. Edición electrónica del Consejo Nacional de Fomento Educativo de México.La dirección para ver el resto de este libro y otros es: http://lectura.ilce.edu.mx:3000/biblioteca/

2 comentarios:

Anónimo dijo...

gracias gracias !!! gracias!!!! no tienes idea cuento me costo buscar este libro gracias!!!

bloodspot@

Anónimo dijo...

Muy bonito me encanta