LA LECTURA:
UN DIALOGO SIN DESPERDICIO
Armando José Sequera
Hace algún tiempo, en un colegio Caracas, dije a un grupo de niños que, cuando leemos un libro, participamos de un diálogo entre el autor de ese libro y el lector del mismo, que se desarrolla en la mente de este último. Uno de los niños presentes no estuvo de acuerdo con mi afirmación e insistió en que, cuando una persona lee un libro, se limita a “oír” –fue el verbo que usó–, las palabras que el escritor puso en su obra.
Intervine de nuevo y le hice ver que, cuando uno lee un libro, no sólo “Oye”, sino que se produce un diálogo entre nuestra mente –que también funge de escenario de ese diálogo–, y el texto que estamos leyendo. Agregué que nadie, a menos que sea una máquina de las actuales –este texto fue escrito en el año 2002–, recibe la información o las historias que le llegan a través de los libros, sin procesarlas en su mente, admitiéndolas o refutándolas por completo o sólo a una parte de ellas.
Cuando leemos –y eso es lo extraordinario del libro–, nuestra mente completa el texto, aportando información, haciendo preguntas, obteniendo respuestas a interrogantes que nos hemos planteado con anterioridad, o recreando una historia al ponerle escenario y rostro a los personajes involucrados. Esto supone un ejercicio intelectual que se contrapone al requerido cuando enfrentamos un medio de comunicación como la televisión, cuyas imágenes visuales y sonoras nos llegan ya elaboradas. De allí, la gran importancia de la lectura, pues ésta es en verdad interactiva.
Después del encuentro en ese colegio, pensé en las características del diálogo que los libros suscitan entre un autor y un lector, especialmente en tres de ellas acerca de las cuales no encontré mayor información en mi biblioteca. A continuación, expongo mis reflexiones al respecto, las cuales presenté en versión no definitiva ante un grupo de docentes, bibliotecarios y padres y representantes en la Escuela Comunitaria de San Antonio de los Altos, el 3 de abril de 2002.
En los minutos que siguen, haré una breve reflexión acerca de tres de las características del diálogo que se establece entre un lector y un autor, cuando el primero accede a un libro escrito por el segundo.
Me referiré, específicamente, al carácter recreador que tiene la lectura; a la posibilidad que la misma nos brinda de entrar en contacto con las mentes más lúcidas que ha producido la humanidad; y a la ocasión que nos brinda el libro de reanudar en cualquier momento ese diálogo autor–lector en momentos y condiciones que resulten favorables para quien realiza la lectura.
Lo primero que haré será explicar porqué se considera que la lectura es un diálogo y no un monólogo, aunque a primera vista parece más esto último.
Obviamente, se trata de un diálogo que no se manifiesta de modo físico, con intervención de la voz y de los gestos de los interlocutores, sino que se desarrolla en la mente del lector.
Todas las personas alfabetizadas hemos vivido la experiencia de “escuchar en nuestra mente” el texto que vamos leyendo, como si alguien pronunciase las palabras y frases que lo constituyen. Ello pasa porque el lector recrea con su imaginación lo que el escritor dice.
Al momento de escribir, el autor ha pasado por un proceso similar, producido de igual modo en su mente, cuando consciente o inconscientemente ha expuesto su historia o sus ideas a un lector ideal –por lo general, el mismo escritor pero en el rol de lector–, que, aunque parezca increíble, no siempre comprende todo cuanto él dice, ni comparte con él cuanto afirma. Es gracias a este diálogo mental consigo mismo que el escritor completa sus obras, cuando agrega o suprime trozos de texto, confronta ideas, repasa detalles de algo que está contando o corrige frases y palabras, buscando una mejor comprensión de parte de su invisible e ideal interlocutor.
Por supuesto, el diálogo mental del lector es muy distinto al que tiene lugar en la mente del escritor. Del diálogo que se desarrolla en la mente del lector no se deriva, en primera instancia, algo concreto, pues lo habitual es que él no haga públicos los pensamientos a que dé origen su lectura, ni los recuerdos que ésta le suscite. Sin embargo, su participación en cualquier libro es importante porque su aporte lo completa y da lugar al verdadero diálogo, ya que hasta entonces la exposición del escritor –aunque producto también de un diálogo interno, como ya hemos señalado–, se mantiene confinada en el papel como un soliloquio.
Sólo la intervención de un lector enriquece este peculiar diálogo porque, aparte de que se compartan ideas, imágenes o enseñanzas, también surgen discrepancias, se hacen aportes al texto y se plantean dudas. Muchas veces, estas últimas, las dudas, se subsanan retrocediendo algunas páginas, leyendo otras obras del mismo autor o accediendo a otros escritores. Al hacer esto último, el diálogo autor–lector se transforma en tertulia. E igual que el diálogo original entre un escritor y el lector, esta tertulia –en la que intervienen diversos autores más el lector que la suscita–, acontece en la mente de este último.
La participación del lector es indispensable para cualquier libro, porque el lector no sólo complementa lo que lee, sino que lo recrea. El escenario donde transcurren las acciones, las discusiones y las imágenes que proponen las palabras es la mente del lector. Una anécdota ocurrida en 1947, es indicativa de esto que hemos dicho y reiterado.
En 1947, el periodista hispano–venezolano Angel Ara realizó para la BBC de Londres una versión radiofónica de EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA, de Miguel de Cervantes.
Estimulado por esta versión, un dibujante inglés hizo a su vez una versión en cómic de El Quijote, la cual fue editada en libro por la misma BBC. La presentación de este libro se hizo coincidir con la emisión del capítulo final de la versión radiofónica y a ella fueron invitados decenas de niños de diversos colegios.
Cada uno de los niños recibió un ejemplar de El Quijote en cómic y, tras hojearlo, todos parecieron complacidos con el obsequio. Todos menos un niño a quien Angel Ara preguntó por qué no le gustaba el libro. El niño le respondió que porque le gustaba más El Quijote en radio. Ara quiso saber el por qué de tal preferencia y el niño le contestó:
–Porque en la radio, los paisajes son más bonitos.
Una segunda característica del diálogo autor–lector la apuntó el filósofo francés René Descartes, cuando definió a la lectura como “una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. Yo añadiría que esta conversación también incluye a los hombres y mujeres ilustres del presente.
Piense usted que el libro le brinda la oportunidad de dialogar con filósofos como Platón, Aristóteles o el mismo Descartes; con historiadores como Herodoto, Polibio o Arnold Toynbee; con poetas como Homero, Dante Alighieri o Pablo Neruda; con cuentistas como Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe o Jorge Luis Borges; con novelistas como Honoré de Balzac, William Faulkner o Carlos Fuentes; con dramaturgos como Sófocles, William Shakespeare o Eugene Ionesco.
Piense también que cada vez que pasa por una biblioteca o una librería, desde los estantes de éstas esos hombres y mujeres ilustres del pasado y del presente le están llamando para iniciar otros diálogos, para incitar nuevas reflexiones, para responder preguntas, para proponer interrogantes, para allanar o suscitar dudas, y, en líneas generales, para que nos pongamos en contacto con ellos y seamos sus nuevos amigos porque, a fin de cuentas, eso es lo que pretende cualquier autor cuando escribe un libro: crear nuevas amistades. No olvidemos que el libro es un medio de comunicación y el sentido esencial de cualquier comunicación es establecer o mantener vínculos para intercambiar ideas, imágenes, historias o enseñanzas entre dos o más individuos.
En este caso, quienes nos llaman y nos piden que les prestemos oídos son nada menos y nada más que las personas más ilustres de la humanidad. Por lo mismo, no debemos hacer como con la luz de las estrellas, que después de haber recorrido el espacio sideral durante miles o millones de años, llegan a nuestras noches y no les prestamos la debida atención.
Leer es un privilegio que tenemos como seres inteligentes que somos. Detengámonos un momento en el proceso tan complejo que supone leer y veamos cuan privilegiados somos de poder hacerlo.
En primer lugar, debemos conocer los signos que hacen posible la lectura, esto es, las letras. Con apenas 28 de esos signos o letras se han construido millones de palabras en múltiples idiomas. En nuestra mente, cada palabra responde no sólo al sonido que ella evoca sino también a uno o varios significados, por lo que debemos seleccionar, según el contexto, el significado que corresponda al tema del que se nos habla. Ese significado, a su vez, nos permite “ver” –entre comillas–, en nuestra mente a aquello de lo que se nos habla en un texto y, en consecuencia, recrear con nuestra imaginación tanto las acciones como las ideas que se expresan en ese texto.
Por supuesto, cada lectura que efectuamos nos hace más diestros en el manejo de las imágenes e ideas que proponen los libros a los que tenemos acceso, algo de lo cual sólo tenemos conciencia al cabo de un tiempo y de un indeterminado número de lecturas.
Esta es la razón por la cual si leemos un mismo libro en cuatro edades diferentes –por ejemplo, a los 12, a los 20, a los 30 y después de los 40–, con toda seguridad tendremos la impresión de haber leído cuatro libros distintos y no uno solo. Lo más probable es que recordemos los elementos esenciales de la trama o algunas ideas, pero la mayor parte de la obra nos resultará totalmente desconocida, como si la leyésemos por primera vez.
Por supuesto, no es el libro el que ha cambiado, sino nosotros, los lectores, los que hemos llegado a él, convertidos cada vez en una nueva persona. Somos los lectores quienes hemos cambiado, no sólo por haber accedido a otras lecturas, sino porque sin apenas percibirlo hemos crecido como personas, debido a experiencias y reflexiones –tanto particulares como ajenas–, que hemos vivido y realizado.
Esto nos da, por cierto, la ocasión de hacer algo que en numerosas ocasiones hemos deseado hacer, que es reconstruir total o parcialmente un diálogo en el que hemos participado y nos hemos sentido en desventaja. Al retomar un libro, en el lugar donde se nos generó una duda o una interrogante o donde no entendimos lo que se nos quería decir, se nos ofrece una nueva oportunidad de participar en un diálogo que, por no haber podido participar nosotros íntegramente, antes fue simplemente un monólogo.
Esta nueva oportunidad de reanudar ese diálogo inconcluso nos permite quitarnos el mal sabor que nos deja no haber dicho en su debido momento algo importante que queríamos decir o nos permite comprender una idea o una historia cuyo significado se nos escapó.
En fin, del diálogo que se produce en la mente de un lector, siempre se sale favorecido, tanto si se aprende algo nuevo, como si se obtiene entretenimiento o si se implantan nuevas interrogantes en nuestra vida. En este último caso, la necesidad de encontrar respuestas hará que se produzcan otros diálogos, otros encuentros, y de cada uno de ellos saldremos fortalecidos, saldremos con más sabiduría y mejor preparados para los múltiples retos que a diario nos propone la vida.
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La ilustración pertenece al dibujante y diseñador gráfico argentino Pablo Bernasconi y fue tomada de la revista virtual Imaginaria, Buenos Aires, No. 152, del 13/04/2005.
UN DIALOGO SIN DESPERDICIO
Armando José Sequera
Hace algún tiempo, en un colegio Caracas, dije a un grupo de niños que, cuando leemos un libro, participamos de un diálogo entre el autor de ese libro y el lector del mismo, que se desarrolla en la mente de este último. Uno de los niños presentes no estuvo de acuerdo con mi afirmación e insistió en que, cuando una persona lee un libro, se limita a “oír” –fue el verbo que usó–, las palabras que el escritor puso en su obra.
Intervine de nuevo y le hice ver que, cuando uno lee un libro, no sólo “Oye”, sino que se produce un diálogo entre nuestra mente –que también funge de escenario de ese diálogo–, y el texto que estamos leyendo. Agregué que nadie, a menos que sea una máquina de las actuales –este texto fue escrito en el año 2002–, recibe la información o las historias que le llegan a través de los libros, sin procesarlas en su mente, admitiéndolas o refutándolas por completo o sólo a una parte de ellas.
Cuando leemos –y eso es lo extraordinario del libro–, nuestra mente completa el texto, aportando información, haciendo preguntas, obteniendo respuestas a interrogantes que nos hemos planteado con anterioridad, o recreando una historia al ponerle escenario y rostro a los personajes involucrados. Esto supone un ejercicio intelectual que se contrapone al requerido cuando enfrentamos un medio de comunicación como la televisión, cuyas imágenes visuales y sonoras nos llegan ya elaboradas. De allí, la gran importancia de la lectura, pues ésta es en verdad interactiva.
Después del encuentro en ese colegio, pensé en las características del diálogo que los libros suscitan entre un autor y un lector, especialmente en tres de ellas acerca de las cuales no encontré mayor información en mi biblioteca. A continuación, expongo mis reflexiones al respecto, las cuales presenté en versión no definitiva ante un grupo de docentes, bibliotecarios y padres y representantes en la Escuela Comunitaria de San Antonio de los Altos, el 3 de abril de 2002.
En los minutos que siguen, haré una breve reflexión acerca de tres de las características del diálogo que se establece entre un lector y un autor, cuando el primero accede a un libro escrito por el segundo.
Me referiré, específicamente, al carácter recreador que tiene la lectura; a la posibilidad que la misma nos brinda de entrar en contacto con las mentes más lúcidas que ha producido la humanidad; y a la ocasión que nos brinda el libro de reanudar en cualquier momento ese diálogo autor–lector en momentos y condiciones que resulten favorables para quien realiza la lectura.
Lo primero que haré será explicar porqué se considera que la lectura es un diálogo y no un monólogo, aunque a primera vista parece más esto último.
Obviamente, se trata de un diálogo que no se manifiesta de modo físico, con intervención de la voz y de los gestos de los interlocutores, sino que se desarrolla en la mente del lector.
Todas las personas alfabetizadas hemos vivido la experiencia de “escuchar en nuestra mente” el texto que vamos leyendo, como si alguien pronunciase las palabras y frases que lo constituyen. Ello pasa porque el lector recrea con su imaginación lo que el escritor dice.
Al momento de escribir, el autor ha pasado por un proceso similar, producido de igual modo en su mente, cuando consciente o inconscientemente ha expuesto su historia o sus ideas a un lector ideal –por lo general, el mismo escritor pero en el rol de lector–, que, aunque parezca increíble, no siempre comprende todo cuanto él dice, ni comparte con él cuanto afirma. Es gracias a este diálogo mental consigo mismo que el escritor completa sus obras, cuando agrega o suprime trozos de texto, confronta ideas, repasa detalles de algo que está contando o corrige frases y palabras, buscando una mejor comprensión de parte de su invisible e ideal interlocutor.
Por supuesto, el diálogo mental del lector es muy distinto al que tiene lugar en la mente del escritor. Del diálogo que se desarrolla en la mente del lector no se deriva, en primera instancia, algo concreto, pues lo habitual es que él no haga públicos los pensamientos a que dé origen su lectura, ni los recuerdos que ésta le suscite. Sin embargo, su participación en cualquier libro es importante porque su aporte lo completa y da lugar al verdadero diálogo, ya que hasta entonces la exposición del escritor –aunque producto también de un diálogo interno, como ya hemos señalado–, se mantiene confinada en el papel como un soliloquio.
Sólo la intervención de un lector enriquece este peculiar diálogo porque, aparte de que se compartan ideas, imágenes o enseñanzas, también surgen discrepancias, se hacen aportes al texto y se plantean dudas. Muchas veces, estas últimas, las dudas, se subsanan retrocediendo algunas páginas, leyendo otras obras del mismo autor o accediendo a otros escritores. Al hacer esto último, el diálogo autor–lector se transforma en tertulia. E igual que el diálogo original entre un escritor y el lector, esta tertulia –en la que intervienen diversos autores más el lector que la suscita–, acontece en la mente de este último.
La participación del lector es indispensable para cualquier libro, porque el lector no sólo complementa lo que lee, sino que lo recrea. El escenario donde transcurren las acciones, las discusiones y las imágenes que proponen las palabras es la mente del lector. Una anécdota ocurrida en 1947, es indicativa de esto que hemos dicho y reiterado.
En 1947, el periodista hispano–venezolano Angel Ara realizó para la BBC de Londres una versión radiofónica de EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA, de Miguel de Cervantes.
Estimulado por esta versión, un dibujante inglés hizo a su vez una versión en cómic de El Quijote, la cual fue editada en libro por la misma BBC. La presentación de este libro se hizo coincidir con la emisión del capítulo final de la versión radiofónica y a ella fueron invitados decenas de niños de diversos colegios.
Cada uno de los niños recibió un ejemplar de El Quijote en cómic y, tras hojearlo, todos parecieron complacidos con el obsequio. Todos menos un niño a quien Angel Ara preguntó por qué no le gustaba el libro. El niño le respondió que porque le gustaba más El Quijote en radio. Ara quiso saber el por qué de tal preferencia y el niño le contestó:
–Porque en la radio, los paisajes son más bonitos.
Una segunda característica del diálogo autor–lector la apuntó el filósofo francés René Descartes, cuando definió a la lectura como “una conversación con los hombres más ilustres de los siglos pasados”. Yo añadiría que esta conversación también incluye a los hombres y mujeres ilustres del presente.
Piense usted que el libro le brinda la oportunidad de dialogar con filósofos como Platón, Aristóteles o el mismo Descartes; con historiadores como Herodoto, Polibio o Arnold Toynbee; con poetas como Homero, Dante Alighieri o Pablo Neruda; con cuentistas como Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe o Jorge Luis Borges; con novelistas como Honoré de Balzac, William Faulkner o Carlos Fuentes; con dramaturgos como Sófocles, William Shakespeare o Eugene Ionesco.
Piense también que cada vez que pasa por una biblioteca o una librería, desde los estantes de éstas esos hombres y mujeres ilustres del pasado y del presente le están llamando para iniciar otros diálogos, para incitar nuevas reflexiones, para responder preguntas, para proponer interrogantes, para allanar o suscitar dudas, y, en líneas generales, para que nos pongamos en contacto con ellos y seamos sus nuevos amigos porque, a fin de cuentas, eso es lo que pretende cualquier autor cuando escribe un libro: crear nuevas amistades. No olvidemos que el libro es un medio de comunicación y el sentido esencial de cualquier comunicación es establecer o mantener vínculos para intercambiar ideas, imágenes, historias o enseñanzas entre dos o más individuos.
En este caso, quienes nos llaman y nos piden que les prestemos oídos son nada menos y nada más que las personas más ilustres de la humanidad. Por lo mismo, no debemos hacer como con la luz de las estrellas, que después de haber recorrido el espacio sideral durante miles o millones de años, llegan a nuestras noches y no les prestamos la debida atención.
Leer es un privilegio que tenemos como seres inteligentes que somos. Detengámonos un momento en el proceso tan complejo que supone leer y veamos cuan privilegiados somos de poder hacerlo.
En primer lugar, debemos conocer los signos que hacen posible la lectura, esto es, las letras. Con apenas 28 de esos signos o letras se han construido millones de palabras en múltiples idiomas. En nuestra mente, cada palabra responde no sólo al sonido que ella evoca sino también a uno o varios significados, por lo que debemos seleccionar, según el contexto, el significado que corresponda al tema del que se nos habla. Ese significado, a su vez, nos permite “ver” –entre comillas–, en nuestra mente a aquello de lo que se nos habla en un texto y, en consecuencia, recrear con nuestra imaginación tanto las acciones como las ideas que se expresan en ese texto.
Por supuesto, cada lectura que efectuamos nos hace más diestros en el manejo de las imágenes e ideas que proponen los libros a los que tenemos acceso, algo de lo cual sólo tenemos conciencia al cabo de un tiempo y de un indeterminado número de lecturas.
Esta es la razón por la cual si leemos un mismo libro en cuatro edades diferentes –por ejemplo, a los 12, a los 20, a los 30 y después de los 40–, con toda seguridad tendremos la impresión de haber leído cuatro libros distintos y no uno solo. Lo más probable es que recordemos los elementos esenciales de la trama o algunas ideas, pero la mayor parte de la obra nos resultará totalmente desconocida, como si la leyésemos por primera vez.
Por supuesto, no es el libro el que ha cambiado, sino nosotros, los lectores, los que hemos llegado a él, convertidos cada vez en una nueva persona. Somos los lectores quienes hemos cambiado, no sólo por haber accedido a otras lecturas, sino porque sin apenas percibirlo hemos crecido como personas, debido a experiencias y reflexiones –tanto particulares como ajenas–, que hemos vivido y realizado.
Esto nos da, por cierto, la ocasión de hacer algo que en numerosas ocasiones hemos deseado hacer, que es reconstruir total o parcialmente un diálogo en el que hemos participado y nos hemos sentido en desventaja. Al retomar un libro, en el lugar donde se nos generó una duda o una interrogante o donde no entendimos lo que se nos quería decir, se nos ofrece una nueva oportunidad de participar en un diálogo que, por no haber podido participar nosotros íntegramente, antes fue simplemente un monólogo.
Esta nueva oportunidad de reanudar ese diálogo inconcluso nos permite quitarnos el mal sabor que nos deja no haber dicho en su debido momento algo importante que queríamos decir o nos permite comprender una idea o una historia cuyo significado se nos escapó.
En fin, del diálogo que se produce en la mente de un lector, siempre se sale favorecido, tanto si se aprende algo nuevo, como si se obtiene entretenimiento o si se implantan nuevas interrogantes en nuestra vida. En este último caso, la necesidad de encontrar respuestas hará que se produzcan otros diálogos, otros encuentros, y de cada uno de ellos saldremos fortalecidos, saldremos con más sabiduría y mejor preparados para los múltiples retos que a diario nos propone la vida.
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La ilustración pertenece al dibujante y diseñador gráfico argentino Pablo Bernasconi y fue tomada de la revista virtual Imaginaria, Buenos Aires, No. 152, del 13/04/2005.
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