2.16.2007

PROSOEMA No. 17 (16/02/2007)

Antología
Espigas blancas
en el corazón del tiempo
Cuentos venezolanos y cubanos para niños
Selección, notas y prólogos de
Enrique Pérez Díaz y Laura Antillano.
Casa Nacional de las Letras “Andrés Bello”,
Caracas, 2005.



AUNQUE YA HACE más de un año que se editó esta antología, es ahora cuando la reseñamos. La demora se debió a que quienes hacemos esta página figuramos en ella, en el apartado dedicado a Venezuela, y, francamente, nos resulta difícil hablar de un libro en el cual algún texto nuestro está incorporado.
Y es que esta antología ha sido tan cuidada por sus autores que en ella están representados los principales autores de la literatura para niños y jóvenes tanto de nuestro país como de la hermana Cuba.
La selección de textos venezolanos la realizó Enrique Pérez Díaz, en tanto la de los cubanos la hizo Laura Antillano. Ambos han demostrado tener un gran conocimiento de la literatura del otro país, pues su tarea puede calificarse, en términos escolares, con 20 puntos.
En la sección venezolana, que abre el libro, figuramos José Rabel Pocaterra, Rafael Rivero Oramas, Antonio Trujillo, Teresa de la Parra, Julio Garmendia, Aquiles Nazca, Orlando Araujo, Mireya Tábuas, Cósimo Mandrillo, Mercedes Franco, Armando José Sequera, Luis Carlos Neves, Silvia Dioverti, Marissa Vannini y Laura Antillano.
En la cubana, Eliseo Diego, José Martí, Dora Alonso, Félix Pita Rodríguez, Ivette Vian, Enid Vian, Julia Calzadilla, Nersys Felipe, Teresa Cárdenas Angulo, Olga Marta Pérez y Enrique Pérez Díaz.
Como conocemos en gran parte la obra de cada uno de los autores seleccionados en ambas naciones, nos parece enormemente admirable la escogencia de los textos, habida cuenta de que cualquiera de los escritores presentados cuenta con más de cuatro o cinco relatos que merecerían estar allí. Claro está que, por razones de gusto –no de calidad–, en algunos casos, hubiésemos elegido otros textos pero los que están son altamente representativos de cada uno de los autores.
Consideramos que de este libro debería hacerse una edición masiva, para distribuirse tanto en los colegios de nuestro país como en los de Cuba y que antologías como ésta tendrían que acordarse con todos los países del continente, como una forma de dar a conocer la literatura para niños y jóvenes que se hace en América.
No estamos en contra de la difusión de obras y autores de naciones de otros continentes y culturas, pues su circulación y lectura nos enriquece, pero sí quisiéramos que nuestras obras tuviesen las mismas oportunidades de darse a conocer en esos otros continentes y culturas.
Aunque, en el siglo XXI, aún suscribimos editorialmente la vieja fórmula de las metrópolis y la periferia, según la cual lo europeo y estadounidense es superior a lo hecho en Latinoamérica. Ello se traduce, lamentablemente, en que no hay reciprocidad en el trato a los autores de uno u otro espacio.
Pero, volviendo a la antología objeto de esta nota, no sólo recomendamos la lectura de los textos, sino la de los acuciosos aunque muy breves prólogos con que Enrique y Laura abren cada sección. Constituyen dos excelentes panorámicas del quehacer creativo de la literatura para niños en Venezuela y Cuba, respectivamente.
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En esta edición de Prosoema presentaremos dos de los cuentos que integran la sección cubana del libro. Forman parte de la selección hecha por Laura Antillano. Se trata de ¡Prrrrrr!, de Julia Calzadilla y Le dicen gato, de Enid Vian. En la siguiente, mostraremos dos de los cuentos elegidos por Enrique Pérez Díaz y que forman parte de la sección venezolana de la antología.
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¡PRRRRRR!

Julia Calzadilla



UNA VEZ, EN LA VILLA de Popamayo, apareció un caminante con un morral al hombro. Era un anciano de cara jovial que se apoyaba en un bastón de azúcar, coloreada ya de tanto ir y venir debajo del sol gordo y amarillote que habitaba en lo más alto de aquellas montañas. No obstante, a pesar de sus años, su marcha ágil, ligera como los mismísimos suspiros, le permitía recorrer a diario las distancias más increíbles sin demostrar agotamiento o, mejor aún, ni siquiera una pizca de cansancio. Le llamaban el Viejo. Y Viejo para acá y Viejo para allá y Viejo en todos lados, con una hilera de chiquillos correteando a su alrededor con la curiosidad siempre despierta, la que quiere saber en todo momento qué hay dentro de cada cosa, qué es lo que suena, qué es lo que huele, qué es lo que abulta dentro del saco y hace pensar que el viejo carga en la espalda pistolas que disparan rayos de luna y pintan de blanco a la gente, o submarinos que navegan por las aguas turbulentas de la bañadera, o espadines de tres filos concebidos para desinflar bribones, o muñecas que ríen, caminan y hasta comparten sus meriendas con los pájaros, o brujas montadas en escobas que barren las azoteas de los vecinos.
¿Y el despertador del viejo? ¿Ese aparato rarísimo que llevaba día y noche colgado del cuello y que soltaba un ¡Prrrrrr! escandaloso cuando pasaba junto a alguien que anduviese tristón o cabizbajo, junto a una casa permanentemente oscura, junto a los gallos aburridos que a fuerza de dormir hasta tarde en las montañas se hubiesen olvidado de cantar?
Cuando eso ocurría, cuando el viejo sabía que algo andaba mal en alguna parte, entonces echaba mano del morral y !sanseacabó! Donde sonaba un !prrrrrr! aparecían arco iris en las ventanas y si se oía otro el río se llenaba de peces y si se oía otro, era un desfile de sombrillas de merengue y así, con cada !prrrrrr! que soltara aquel detector de tristeza. Volaban por los aires cometas de rabos largos cargados de luces y cosquillas. Después, cuando aquel artefacto hacía silencia y se quedaba al fin tranquilo dentro de su camisa, el Viejo sabía que, por aquellos contornos, no quedaba ya ni una sola hierba, por muy pequeña que fuese, que estuviese descolorida, marchita, mustia porque, si fuese así, !prrrrrr! de nuevo en la huerta de Argelio el Barquero y en el patio de Carmelina y junto al trompo de Nicolás que no quiere bailar en medio de la acera y pitazos van y pitazos vienen y el Viejo con su morral al hombro por la villa de Popamayo, reclinado en su bastón de azúcar, con un enjambre de chiquillos alrededor que corrían a vaciar sus alcancías, que se registraban los bolsillos en busca de un centavo olvidado, de caracoles, de piedras lustrosas que se entregan a cambio de algo, de cualquiera de las maravillas que imaginaban guardadas en aquella mochila prodigiosa que el Viejo llevaba sin esfuerzo, como si no pesara, como si estuviese llena de nubes, sin demostrar agotamiento o, mejor aún, ni siquiera una pizca de cansancio.
Mientras tanto, aquel Viejo mago los miraba, les guiñaba un ojo o los invitaba a participar en el juego de las bolas cuadradas o en el del sastre que cose trajes a los señores y señoras con una aguja de papel de china o en el del cocinero que, con un inmenso gorro de crema, hace natillas de miel y garbanzos, o en el juego de los gigantes enanos que, por cierto, resultaba muy divertido porque los muchachos aumentaban y disminuían de tamaño en un abrir y un cerrar de ojos, que es mucho decir.
La algarabía era tremenda. El correcorre, tremendo. Tremendos los brincos y los aplausos. Tremendo el Viejo, !cómo no! Y cuando tocaba una rosa y ésta, que era roja, pasaba a ser azul y cuando se soplaba las manos y éstas se le llenaban de cascabeles y cuando decía !zas! y aparecía un león terrible parado en la punta de las patas como el que baila un ballet, !para qué contarles! La villa de Popamayo retumbaba como un tambor, la gente se ponía sus vestidos de fiesta, la ropa de los domingos, los zapatos de ir al parque grande, el del centro del pueblo y, al igual que el grupo de chiquillos, aseguraba que aquel espectáculo era mejor que un sueño porque en los sueños nunca hay un olor a mantecado parecido a aquel que caía en una lluvia diminuta de pétalos que se esparcían por las calles.
–!Señor, le compro la pistola de luna!
–!Señor!, le compro el submarino de baño!
–!Señor, le compro la espada que desinfla!
–!Señor, le compro la muñeca que merienda con las aves y la bruja que barre y el pirata del cañón y la tortuga de Marte y le compro, le compro el silbato supersónico que lleva en el cuello!
Pero cuando eso ocurría, el Viejo suspiraba profundo y seguía su camino sin ningún apuro, con su cara dulce y aquel !prrrrrr! sonando a cada rato, tan fuerte tan fuerte que en muchas ocasiones lo obligaba casi a gritar para que lo oyeran, con su voz !talán talán”, de campanas al viento:
–!En el morral no hay nada que se venda, muchachos! !Yo solo, sólo regalo sonrisas.
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Julia Calzadilla (1943). Poetisa, narradora, ensayista y traductora cubana. Es una de las figuras más destacadas de la literatura para niños y jóvenes. Sus libros Cantares de América Latina y el Caribe y Los Chichiricú del Charco de la Jícara, le valieron dos premios Casa de las Américas (1976 y 1984, respectivamente), en tanto Los poemas cantarines y El Escarabajo Miguel y las Hormigas Locas (este último como co–autora, junto con Marynieves Díaz Méndez) le merecieron premios de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1974 y en 1984.
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LE DICEN GATO

Enid Vian




PARA IR DE AQUÍ PARA ALLÁ recogiendo las botellas plásticas y las latas vacía, Pero P. usa camisa gris, gorra de loneta y bigote cansado. Y nadie le dice Pedro P. Ni siquiera Rosa la otorrinolaringóloga, o Ramón el policía.
Cuando se pone a hurgar en los latones y abre su saco de yute agujereado, el que vende masarreales levanta un poco la sombrilla de rayas verdes que lo cubre del sol y sale de atrás del mostrador. Luego, enseña sus largos dientes amarillos, hociquea igual que una rata y, como quien se burla suavecito, le pregunta a Pedro P.
–¿Qué hay, Gato?
o también:
–¿Gato, ¿qué hay?
Después, el que limpia el polvo, los restos de barquillos de helados y las cajas de cigarrillos arrugadas, parquea su carrito más que abollado, aparta el recogedor y, con la cara oculta tras el escobillón, le dice a Pedro P.
–Miau–miau –como quien sacó 100 en chistes.
Es verdad que Pedro P. tiene muchos gatos. Tiene tantos, que, si entra en su casa, no lo dejan salir hasta por la noche, cuando todos se van para los tejados a... maullar.
Dicen, además que, debajo de la camisa gris, Pedro P. tiene tanto pelo como un gato.
Pero no es por ninguna de estas cosas que le dicen Gato a Pedro P.; si no por mí, que soy yo.
El guagüero lo critica, y la tía Concha, !tan estirada! y Rufo el Flecha, que solo le gustan los gatos que el papá dibuja en la computadora. !Cómo si a un gato de computadora se le pudiera acariciar el lomo!
Además, ¿qué va hacer Pedro P.?, si, en su recorrido, siempre se encuentra con diez o doce gatos haciendo equilibrio sobre los latones de basura. Lo que hace Pedro P. es sacarle los pedacitos de pescados del fondo del latón, igual que un mago saca un pañuelo de una manga; y luego los gatos lo siguen a donde vaya.
Lo malo es cuando los gatos interrumpen el tráfico.
–Pipipi–puiiiii – suenan los claxon.
–Fuiiii–fuiiii –suena el silbato del policía.
Y se arma un cuello de gato, en vez de un cuello de botella.
Una vez lo seguí también. Crucé la calle detrás de ellos en el momento en que el semáforo guiñó en rojo. Y ya desde la esquina se sabía cuál era la casa de Pedro P. !Qué cantidad de pelos de gatos!, había montones en el jardín y frente a la puerta. Y un montoncito lanudo en mi bolsillo.
Y, sin importarles que se les cayera el pelo, los gatos saltaban en el Patio, dormían en las ventanas, se encaramaban en los árboles y colgaban de las cortinas.
Creo que estaban hambrientos, como parece estarlo Pedro P. Después de todo, Pedro P. no sabe masticar plástico. No dice nada, pero en la cara se le ve. Y a los gatos también.
Yo no soy gata, !ni tanto!; pero me gusta Pedro P.
Y es que sí.
Cuando el sol parece una bombilla apagada y Pedro P. tiene el saco casi lleno, la empleada de la tienda arruga las mejillas, sonríe de un modo raro, tuerce los ojos y con aire de empleada inteligente, como quien pensara, dice:
–Vaya si tú das lata, Gato! !Huye que llegó el perro!
Y los hombrones del equipo de pelota dejan de patear y de escupirse las manos para que se les pegue bien el bate y corean maullidos:
–!Misu–misu–miau–miau! !Misu–misu–miau–miau!
Pero Pedro P. sigue llenando su saco como si tal cosa. Luego, ahoga el yute con una soga, y se va yendo.
El bodeguero, que roba azúcar y frijoles, larga una carcajada y lo despide como si despidiera bonito:
–!Ahueca, Gato!
Y el ayudante, que tiene la barba llena de fideos, le dice, como quien sabe recortarse el pelo:
–¿Dónde dejaste la cola, Gato?
O si no:
–!Aparta, aparta, aparta esos pelos!
Pero Pedro P. sigue su camino, ni siquiera pone mala cara. No pone cara de vendedor, ni de bodeguero, ni de empleada de tiendas para señoras. Simplemente, se acerca a mi casa, se sienta en un escalón, y a veces me recuerda cuando yo tenía un año y medio (hace ya 7), y me gustaba mirar los gatos que husmeaban en la basura (yo solo les tiré piedras una vez, solo una vez).
No les tiré más piedras ni grandes, ni chiquitas, porque mi papá me dijo ese día, como quien suaviza:
–!Misu–misu! !Llámalos, Babi! !Misu–misu! !Llámalos!
Entonces fue cuando Pedro P. llegó y empezó a buscar latas y botellas en la basura; y yo dije:
–!Misu–misu! !Misu–misu!
Y llamé a Pedro P. como quien llama a un gato enorme, con camisa gris, gorra de loneta y bigote cansado, muy cansado.
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Enid Vian (1948). Narradora, poeta y editora cubana. Es autora de una importante obra en el campo de la literatura para niños y jóvenes. En 1979, ganó el Premio Casa de las Américas con su libro Las historias de Juan Yendo y, con Fangoso, obtuvo el Premio Ismaelillo, en 1999.
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