SOBRE EL DIMINUTIVO
EN LA LITERATURA PARA NIÑOS
Armando José Sequera
Muchas personas están convencidas de que los cuentos y poemas escritos y editados para niños deben contener abundantes palabras en diminutivo.
Consideran que el uso de este recurso le da un carácter poético a los escritos y, además, los hace comprensibles y atractivos a los infantes.
No toman en cuenta que los sufijos en diminutivo sólo tienen sentido cuando el texto lo exige, bien porque estemos describiendo algo de lo cual queremos resaltar su pequeñez o porque queremos referirnos a ese algo de un modo cariñoso o despectivo.
Un diminutivo tampoco está bien usado, cuando es redundante, es decir, cuando aparte de ser empleado sin justificación alguna, lo utilizamos para designar a algo que, de por sí, ya es pequeño. Es el caso que ampliaré más adelante de “niño” y “niñito”.
Un texto narrativo o poético no se convierte en un texto para niños porque en él abunden los diminutivos. Del mismo modo, un texto repleto de sufijos en aumentativo no estaría destinado a gigantes o, cuando menos, a jugadores de básquetbol.
Cuando escribimos con exceso de diminutivos, olvidamos que la perspectiva que los niños tienen del mundo es que éste es enorme. De hecho, muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de haber visitado, de adultos, la casa donde nos criamos y haber experimentado una gran decepción al percibir su verdadero tamaño.
Ello ocurre por dos razones: por la menguada estatura física que teníamos en nuestra infancia y porque, al recordar la casa donde nos criamos, nuestra mente la asocia con ese gran espacio donde cabían nuestros sueños y se desarrollaban nuestras aventuras imaginarias.
Decía el poeta chileno Vicente Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Igual ocurre con los sufijos en diminutivo o con cualquier otro efecto o recurso literario o idiomático del que se abuse.
Ello quiere decir que la presencia de una palabra terminada en diminutivo en un texto debe estar siempre justificada por el papel que dicha palabra desempeñe en lo que queramos expresar.
Si nos referimos a un caballito, éste tiene que ser un caballo pequeño, no porque forme parte de un texto para niños, sino porque la idea, el argumento o la trama del texto lo requieran. Respondamos la siguiente pregunta: ¿si elaboramos una versión de la Guerra de Troya para niños, el célebre caballo usado para invadir la ciudad amurallada tendría que aparecer como “el Caballito de Troya”?
¿Verdad que suena absurdo lo de “Caballito de Troya? Pues igual de absurdo suena la mención de “un caballito”, cuando en un texto para niños queremos referirnos a cualquier caballo, no importa el tamaño que tenga.
Eso no quiere decir que, si nuestro propósito es hablar de un caballo por el que sentimos –en el pasado o actualmente–, gran cariño, no le digamos en cierto momento “mi caballito”.
Mi idea, al escribir este texto, no es prohibir el uso del diminutivo, en los textos para niños, sino enseñar a regularlo. Dicho con mayor propiedad: enseñar a que el escritor o aspirante a serlo aprenda a autorregular tal uso, pues debe ser él –o ella–, quien asuma esa tarea.
Hace algunos años, en un concurso literario del que fui jurado, tomó parte una persona que hablaba en un poema supuestamente para niños de “el ponycito”. Confieso que, al leer tal palabra, sentí que me estrellaba contra un muro de ignorancia tal que nunca volvería a ser el mismo.
Y es que, al referirnos a un pony, estamos hablando de un caballo que, sin ser un potrillo, es de pequeña estatura, un equino que pertenece a una raza de escaso tamaño, en relación con los caballos comunes. Ya, al emplear la palabra “pony” la imagen que viene a nuestra mente es la de un caballo pequeño. Por ello, “Ponycito” es, cuando menos, una aberración.
Ahora bien, hay palabras en diminutivo que son de uso común por determinadas razones y su uso –que no su abuso–, se justifica por sí solo en cualquier texto. Dos ejemplos: “pajarito” y “piedrita”.
El uso coloquial de la palabra “pájaro” le ha dado a ésta diversas connotaciones –especialmente en Venezuela–, que la distancian de la infancia. “Pájaro” se usa para designar a un individuo taimado y astuto y también al sexo masculino. Una “pájara”, a su vez, es una mujer igualmente taimada y también una depredadora sexual.
Por ello y con miras a tomar distancia con el vocablo “pájaro” –que casi nos suena a vulgaridad–, cuando nos referimos a un ave del orden paseriforme, le decimos “pajarito”.
En este caso, podríamos pensar que el uso del diminutivo es redundante, porque todos los pájaros son pequeños, pero lo que buscamos es, por un lado, precisión y, por otro, que el vocablo que usamos no se preste a juegos de palabras eróticos o de otra índole.
“Piedrita” sirve para establecer un determinado tamaño de la piedra a la que nos referimos. Es ésta, quizás, la palabra en la que el uso de los sufijos en diminutivo y en aumentativo resulta más frecuente.
Decimos “piedrita”, si se trata de una piedra pequeña y “piedrota”, si es mayor de lo que consideramos normal. Reservamos el término “piedra” para una roca manejable, de tamaño regular y que cabe holgadamente en nuestras manos, a la que no consideramos ni grande ni pequeña. Obviamente, tal consideración varía de una persona a otra.
Debido a ello, la utilización de la palabra “piedra”, bien sea normal, con diminutivo o aumentativo, depende de la ocasión y apelar sólo a la forma empequeñecedora, en un texto para niños, es no sólo absurdo sino limitante.
A la hora de escribir un texto para niños, hay quienes usan los sufijos en diminutivo hasta con palabras que expresan la idea de pequeñez, lo cual, obviamente, es redundante.
Tal es el caso que anunciábamos arriba, el de “niño”. Si bien es cierto que el uso habitual por parte de las madres del vocablo “niñito” –verbigracia, “Niñito de mi corazón”–, lo ha tornado común, cuando escribimos, podemos prescindir de él. ¿Por qué?, se preguntará usted. Por la simple razón de que el término “niño” ya contiene la idea de pequeñez.
¿Qué es un niño? Es un hombre en su primera edad o un hombre en su infancia, o también un hombre en la edad pequeña, que de todas estas formas se define. Entonces, si “niño” ya hace referencia a una persona de estatura breve –y, por supuesto, a ciertas condiciones físicas, mentales y espirituales, propias de quienes están en la etapa de crecimiento–, ¿por qué usar “niñito”?
Alguien puede decir que por cariño o para expresar ternura, tal como hacen las madres con sus hijos. Pero, aparte de ellas, ¿qué sentido tiene referirse siempre a un niño diciéndole “niñito”?
“Niñito”, además, suena ofensivo, cuando no sale de los labios de una madre o una abuela o cuando no se dice con cariño sino mercenariamente.
Por otra parte, el diminutivo “niñito” no sólo es redundante –repito, excepto en el caso citado de madres y abuelas–, sino innecesario, puesto que contamos con el término “bebé” para referirnos a un recién nacido o neonato y con “nené” para hablar de un niño que gatea pero aún no camina.
En oposición a lo que he expuesto hasta aquí, podría usarse como argumento el empleo del diminutivo en los cuentos clásicos para niños: “Caperucita Roja” y “Pulgarcito”, entre otros.
La protagonista del primero de tales relatos se caracterizaba por llevar una capa roja para protegerse del frío. Dado el color de la prenda que solía llevar, así como su edad y su estatura, la gente le dio el cariñoso apodo de “Caperucita Roja” (traducción de “Le Petit Chaperon Rouge”, título en francés de la primera versión escrita de este cuento popular, aparecida en Historias y cuentos de tiempos pasados, con su moraleja, de Charles Perrault).
Quienes hayan leído ésta o la versión de los hermanos Grimm habrán advertido que, salvo este diminutivo, no hay otro en el relato, ni siquiera cuando se hace referencia a “la abuela”. Es en las ediciones comerciales y en las películas donde se ha producido este cambio de una “abuela” por una “abuelita”.
Con ello, se pretendió infantilizar el texto, dando a la abuela el tratamiento que, se supone, le daba su nieta. Pero, si esto hubiera sido así, desde la perspectiva de Caperucita, el lobo habría sido “un lobote”.
En otro cuento célebre, “Pulgarcito” es el nombre de un niño exageradamente pequeño. Tan exagerado es su diminuto tamaño que se apela al diminutivo para exacerbarlo. Y es que el pulgar, aunque es el más grueso de nuestros dedos, al quedar incluso por debajo del meñique, se consideró durante siglos el dedo más pequeño de nuestras manos.
Quien haya leído la versión de los hermanos Grima recordará que Pulgarcito es hijo de una pareja de campesinos que, como no tenían descendencia, en determinado momento pidieron a Dios en voz alta que les concediese uno, “sin importar cómo sea de pequeño”.
Siete meses después, la mujer tiene un bebé que “no es más grande que un pulgar”, y por ello le dan el nombre de “Pulgarcito”. Como se ve, la denominación “Pulgarcito” procura transmitir la idea de que el niño –un sietemesino–, es “más pequeño que un pulgar”.
Ahora bien, no porque Pulgarcito es diminuto, el mundo a su alrededor se encoge y todo se menciona en diminutivo. Al contrario, la historia tiende a resaltar que, para el niño, todo era enorme y, sin embargo, él no se arredraba ante eso.
No debemos olvidar que la literatura destinada al público infantil empezó como un producto meramente comercial. Ni Perrault, ni los hermanos Grimm, ni ninguno de los autores anteriores a 1800 escribió una línea para niños o jóvenes. Sus textos –tomados de la tradición popular y reelaborados literariamente por ellos–, estaban destinados a todos los lectores.
Fueron algunos editores que, al ver que los cuentos se empleaban en los colegios con fines moralizantes –muchos de ellos, especialmente las fábulas, portaban moralejas–, decidieron publicar versiones aniñadas de los mismos.
En el caso de “Caperucita Roja”, se le despojó de todas las alusiones sexuales que aparecían en la versión de Perrault –ya de por sí desprovista de muchas otras referencias sexuales presentes en el relato oral original–, y se presentó como una advertencia a los niños y niñas para que no hablen con desconocidos.
En estas ediciones, hechas por redactores a sueldo o a destajo, el público se suponía que estaba constituido por los niños, escolares o no, pero también por sus madres, que eran quienes los leían por las noches, antes de dormir.
Así las cosas, el abuso del diminutivo no era tanto para hacer los textos atractivos a los niños, sino a sus progenitoras que, a la hora de leer, procuraban que sus pequeños y pequeños se identificaran con los héroes de tales historias. ¡Y qué mejor forma de aproximarlos que referirse a dichos héroes del mismo modo como ellas aludían a sus niños!
En resumen, cuando en un texto usemos una palabra en su forma diminutiva, hagámoslo porque así lo amerita nuestro escrito. De otro modo, no se justifica literariamente el uso de dicha palabra, ni en un texto elaborado para público infantil ni mucho menos en otro hecho para ser leído por cualquier persona.
EN LA LITERATURA PARA NIÑOS
Armando José Sequera
Muchas personas están convencidas de que los cuentos y poemas escritos y editados para niños deben contener abundantes palabras en diminutivo.
Consideran que el uso de este recurso le da un carácter poético a los escritos y, además, los hace comprensibles y atractivos a los infantes.
No toman en cuenta que los sufijos en diminutivo sólo tienen sentido cuando el texto lo exige, bien porque estemos describiendo algo de lo cual queremos resaltar su pequeñez o porque queremos referirnos a ese algo de un modo cariñoso o despectivo.
Un diminutivo tampoco está bien usado, cuando es redundante, es decir, cuando aparte de ser empleado sin justificación alguna, lo utilizamos para designar a algo que, de por sí, ya es pequeño. Es el caso que ampliaré más adelante de “niño” y “niñito”.
Un texto narrativo o poético no se convierte en un texto para niños porque en él abunden los diminutivos. Del mismo modo, un texto repleto de sufijos en aumentativo no estaría destinado a gigantes o, cuando menos, a jugadores de básquetbol.
Cuando escribimos con exceso de diminutivos, olvidamos que la perspectiva que los niños tienen del mundo es que éste es enorme. De hecho, muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de haber visitado, de adultos, la casa donde nos criamos y haber experimentado una gran decepción al percibir su verdadero tamaño.
Ello ocurre por dos razones: por la menguada estatura física que teníamos en nuestra infancia y porque, al recordar la casa donde nos criamos, nuestra mente la asocia con ese gran espacio donde cabían nuestros sueños y se desarrollaban nuestras aventuras imaginarias.
Decía el poeta chileno Vicente Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Igual ocurre con los sufijos en diminutivo o con cualquier otro efecto o recurso literario o idiomático del que se abuse.
Ello quiere decir que la presencia de una palabra terminada en diminutivo en un texto debe estar siempre justificada por el papel que dicha palabra desempeñe en lo que queramos expresar.
Si nos referimos a un caballito, éste tiene que ser un caballo pequeño, no porque forme parte de un texto para niños, sino porque la idea, el argumento o la trama del texto lo requieran. Respondamos la siguiente pregunta: ¿si elaboramos una versión de la Guerra de Troya para niños, el célebre caballo usado para invadir la ciudad amurallada tendría que aparecer como “el Caballito de Troya”?
¿Verdad que suena absurdo lo de “Caballito de Troya? Pues igual de absurdo suena la mención de “un caballito”, cuando en un texto para niños queremos referirnos a cualquier caballo, no importa el tamaño que tenga.
Eso no quiere decir que, si nuestro propósito es hablar de un caballo por el que sentimos –en el pasado o actualmente–, gran cariño, no le digamos en cierto momento “mi caballito”.
Mi idea, al escribir este texto, no es prohibir el uso del diminutivo, en los textos para niños, sino enseñar a regularlo. Dicho con mayor propiedad: enseñar a que el escritor o aspirante a serlo aprenda a autorregular tal uso, pues debe ser él –o ella–, quien asuma esa tarea.
Hace algunos años, en un concurso literario del que fui jurado, tomó parte una persona que hablaba en un poema supuestamente para niños de “el ponycito”. Confieso que, al leer tal palabra, sentí que me estrellaba contra un muro de ignorancia tal que nunca volvería a ser el mismo.
Y es que, al referirnos a un pony, estamos hablando de un caballo que, sin ser un potrillo, es de pequeña estatura, un equino que pertenece a una raza de escaso tamaño, en relación con los caballos comunes. Ya, al emplear la palabra “pony” la imagen que viene a nuestra mente es la de un caballo pequeño. Por ello, “Ponycito” es, cuando menos, una aberración.
Ahora bien, hay palabras en diminutivo que son de uso común por determinadas razones y su uso –que no su abuso–, se justifica por sí solo en cualquier texto. Dos ejemplos: “pajarito” y “piedrita”.
El uso coloquial de la palabra “pájaro” le ha dado a ésta diversas connotaciones –especialmente en Venezuela–, que la distancian de la infancia. “Pájaro” se usa para designar a un individuo taimado y astuto y también al sexo masculino. Una “pájara”, a su vez, es una mujer igualmente taimada y también una depredadora sexual.
Por ello y con miras a tomar distancia con el vocablo “pájaro” –que casi nos suena a vulgaridad–, cuando nos referimos a un ave del orden paseriforme, le decimos “pajarito”.
En este caso, podríamos pensar que el uso del diminutivo es redundante, porque todos los pájaros son pequeños, pero lo que buscamos es, por un lado, precisión y, por otro, que el vocablo que usamos no se preste a juegos de palabras eróticos o de otra índole.
“Piedrita” sirve para establecer un determinado tamaño de la piedra a la que nos referimos. Es ésta, quizás, la palabra en la que el uso de los sufijos en diminutivo y en aumentativo resulta más frecuente.
Decimos “piedrita”, si se trata de una piedra pequeña y “piedrota”, si es mayor de lo que consideramos normal. Reservamos el término “piedra” para una roca manejable, de tamaño regular y que cabe holgadamente en nuestras manos, a la que no consideramos ni grande ni pequeña. Obviamente, tal consideración varía de una persona a otra.
Debido a ello, la utilización de la palabra “piedra”, bien sea normal, con diminutivo o aumentativo, depende de la ocasión y apelar sólo a la forma empequeñecedora, en un texto para niños, es no sólo absurdo sino limitante.
A la hora de escribir un texto para niños, hay quienes usan los sufijos en diminutivo hasta con palabras que expresan la idea de pequeñez, lo cual, obviamente, es redundante.
Tal es el caso que anunciábamos arriba, el de “niño”. Si bien es cierto que el uso habitual por parte de las madres del vocablo “niñito” –verbigracia, “Niñito de mi corazón”–, lo ha tornado común, cuando escribimos, podemos prescindir de él. ¿Por qué?, se preguntará usted. Por la simple razón de que el término “niño” ya contiene la idea de pequeñez.
¿Qué es un niño? Es un hombre en su primera edad o un hombre en su infancia, o también un hombre en la edad pequeña, que de todas estas formas se define. Entonces, si “niño” ya hace referencia a una persona de estatura breve –y, por supuesto, a ciertas condiciones físicas, mentales y espirituales, propias de quienes están en la etapa de crecimiento–, ¿por qué usar “niñito”?
Alguien puede decir que por cariño o para expresar ternura, tal como hacen las madres con sus hijos. Pero, aparte de ellas, ¿qué sentido tiene referirse siempre a un niño diciéndole “niñito”?
“Niñito”, además, suena ofensivo, cuando no sale de los labios de una madre o una abuela o cuando no se dice con cariño sino mercenariamente.
Por otra parte, el diminutivo “niñito” no sólo es redundante –repito, excepto en el caso citado de madres y abuelas–, sino innecesario, puesto que contamos con el término “bebé” para referirnos a un recién nacido o neonato y con “nené” para hablar de un niño que gatea pero aún no camina.
En oposición a lo que he expuesto hasta aquí, podría usarse como argumento el empleo del diminutivo en los cuentos clásicos para niños: “Caperucita Roja” y “Pulgarcito”, entre otros.
La protagonista del primero de tales relatos se caracterizaba por llevar una capa roja para protegerse del frío. Dado el color de la prenda que solía llevar, así como su edad y su estatura, la gente le dio el cariñoso apodo de “Caperucita Roja” (traducción de “Le Petit Chaperon Rouge”, título en francés de la primera versión escrita de este cuento popular, aparecida en Historias y cuentos de tiempos pasados, con su moraleja, de Charles Perrault).
Quienes hayan leído ésta o la versión de los hermanos Grimm habrán advertido que, salvo este diminutivo, no hay otro en el relato, ni siquiera cuando se hace referencia a “la abuela”. Es en las ediciones comerciales y en las películas donde se ha producido este cambio de una “abuela” por una “abuelita”.
Con ello, se pretendió infantilizar el texto, dando a la abuela el tratamiento que, se supone, le daba su nieta. Pero, si esto hubiera sido así, desde la perspectiva de Caperucita, el lobo habría sido “un lobote”.
En otro cuento célebre, “Pulgarcito” es el nombre de un niño exageradamente pequeño. Tan exagerado es su diminuto tamaño que se apela al diminutivo para exacerbarlo. Y es que el pulgar, aunque es el más grueso de nuestros dedos, al quedar incluso por debajo del meñique, se consideró durante siglos el dedo más pequeño de nuestras manos.
Quien haya leído la versión de los hermanos Grima recordará que Pulgarcito es hijo de una pareja de campesinos que, como no tenían descendencia, en determinado momento pidieron a Dios en voz alta que les concediese uno, “sin importar cómo sea de pequeño”.
Siete meses después, la mujer tiene un bebé que “no es más grande que un pulgar”, y por ello le dan el nombre de “Pulgarcito”. Como se ve, la denominación “Pulgarcito” procura transmitir la idea de que el niño –un sietemesino–, es “más pequeño que un pulgar”.
Ahora bien, no porque Pulgarcito es diminuto, el mundo a su alrededor se encoge y todo se menciona en diminutivo. Al contrario, la historia tiende a resaltar que, para el niño, todo era enorme y, sin embargo, él no se arredraba ante eso.
No debemos olvidar que la literatura destinada al público infantil empezó como un producto meramente comercial. Ni Perrault, ni los hermanos Grimm, ni ninguno de los autores anteriores a 1800 escribió una línea para niños o jóvenes. Sus textos –tomados de la tradición popular y reelaborados literariamente por ellos–, estaban destinados a todos los lectores.
Fueron algunos editores que, al ver que los cuentos se empleaban en los colegios con fines moralizantes –muchos de ellos, especialmente las fábulas, portaban moralejas–, decidieron publicar versiones aniñadas de los mismos.
En el caso de “Caperucita Roja”, se le despojó de todas las alusiones sexuales que aparecían en la versión de Perrault –ya de por sí desprovista de muchas otras referencias sexuales presentes en el relato oral original–, y se presentó como una advertencia a los niños y niñas para que no hablen con desconocidos.
En estas ediciones, hechas por redactores a sueldo o a destajo, el público se suponía que estaba constituido por los niños, escolares o no, pero también por sus madres, que eran quienes los leían por las noches, antes de dormir.
Así las cosas, el abuso del diminutivo no era tanto para hacer los textos atractivos a los niños, sino a sus progenitoras que, a la hora de leer, procuraban que sus pequeños y pequeños se identificaran con los héroes de tales historias. ¡Y qué mejor forma de aproximarlos que referirse a dichos héroes del mismo modo como ellas aludían a sus niños!
En resumen, cuando en un texto usemos una palabra en su forma diminutiva, hagámoslo porque así lo amerita nuestro escrito. De otro modo, no se justifica literariamente el uso de dicha palabra, ni en un texto elaborado para público infantil ni mucho menos en otro hecho para ser leído por cualquier persona.