9.29.2007

PROSOEMA No. 46 (29/09/2007)

CONTRA LAS “DICTADURAS”
EN LA LITERATURA
PARA NIÑOS Y JÓVENES


Armando José Sequera



Es un lugar común señalar que no existe ninguna fórmula para escribir o desarrollar con sinceridad algún arte. Sin embargo, sabemos que la bien llamada industria cultural de masas apela a fórmulas para producir los materiales literarios, cinematográficos, musicales o de otra índole que destina al público infantil y juvenil.
Tales fórmulas permiten la repetición y la apoteosis de tramas y personajes que, durante algunos meses o años, se ponen de moda, no sólo gracias a la manifestación cultural o artística en sí (libro, película, serial televisivo o disco), sino por medio del mercadeo de productos alusivos o derivados de ella.
Dichas fórmulas propician en el público la absurda idea de que existe un único modo de hacer las cosas, en el campo de las manifestaciones artísticas realizadas para los niños y los jóvenes.
En los terrenos de la literatura y el cine –no olvidemos que comercialmente ambos se nutren a través de vasos comunicantes–, destinados al público juvenil, esa idea genera una serie de “dictaduras” que inciden tanto en el lector–espectador, como en el que escribe, el que edita o produce y aun en quienes distribuyen, venden, exhiben o realizan comentarios críticos. Además, promueve la falsa impresión de que existe un modo “correcto” de escribir o hacer cine o teatro para niños y jóvenes y que por tanto cualquier subversión es “incorrecta” o, como mínimo, está destinada al fracaso.
Las consecuencias de “no hacer las cosas como es debido” tienen un epílogo que, en nuestras sociedades, resulta catastrófico y es que si se trata de libros o discos éstos apenas venden unos pocos ejemplares y, si son montajes escenográficos o películas, son vistos por escaso público.
Y, lamentablemente, éste es el indicador que mayormente se toma como base para calificar de exitoso o no un trabajo creativo, el mercantil. Sabemos de libros y filmes que son de excelente calidad y que han recibido un tímido respaldo del público. Sus autores, en lugar de considerarse artistas, son percibidos como genios incomprendidos a los que, pobrecitos, “la fortuna les da la espalda”.
Tal consideración es una falacia, pero ha sido repetida tantas veces que ya la aceptamos como verdad indiscutible.
En lo que se refiere particularmente a los géneros narrativos tradicionales (novela y cuento) destinados al público juvenil, he tenido ocasión de detectar con absoluta claridad varias de esas “dictaduras”.
La primera tiene que ver con la extensión de las obras. “Los jóvenes no leen”, se dice no sin cierta razón. Debido a ello, los editores limitan el número de páginas de los originales a “cantidades comerciales” que, por lo general, no sobrepasan las cien cuartillas.
Una segunda “dictadura” se relaciona con la temática, ya que aún hay temas y tramas que se consideran prohibitivos para los jóvenes.
Otra alude a la necesidad de “presentar un mensaje o moraleja” explícito en todo trabajo destinado al público juvenil, como si éste fuese incapaz de percibir por sí solo lo que se le quiere decir.
Una cuarta “dictadura” es la obligatoriedad –también nacida de las fórmulas de la industria cultural de masas–, de proporcionar a las narraciones para niños y jóvenes un final feliz.
Estas “dictaduras” tienen tal presencia y vigencia que, incluso muchos de los escritores y estudiosos de la literatura destinada a los jóvenes, aún se acoge a ellas y las defiende como si se tratase de dogmas. “Eso es muy largo para ser leído por los niños o los adolescentes”; “a los niños y a los jóvenes les gustan los finales felices”; “ese no es un tema para niños”; “¿y dónde está el mensaje?” son algunos de los comentarios más comunes que se hacen a cualquier texto o película que no se ajuste a los cánones impuestos por la industria cultural de masas.
Me consta que buena parte de tales comentarios son debidos a creadores y a estudiosos que dan por sentado que sólo hay una forma de escribir o producir narraciones audiovisuales para niños o jóvenes.
He formado parte de jurados de concursos en los que se ha pretendido escamotear el premio a un texto por el simple hecho de no tener un final feliz o porque, aun siendo sumamente entretenido y estar muy bien escrito, no cuenta con un mensaje explícito que, a manera de discurso, reitere lo que es posible deducir de la trama.
La extensión de un texto sólo debe depender de cuanto se tenga que decir. No debe atenerse a conceptos editoriales, mercantiles o a fórmulas preestablecidas. Quien pretende poner límites al arte o no sabe nada de él o sólo lo ve desde una perspectiva comercial.
Para desmentir lo de las excesivas extensiones de textos destinados a jóvenes existen tres ejemplos contundentes: las 419 páginas de la versión en español de La Historia sin Fin, de Michael Ende y los tres tomos y 1095 páginas –también de la versión en nuestro idioma–, de El Señor de los Anillos, de J.R.R. Tolkien. El tercer ejemplo es aún más contundente y lo constituyen las siete novelas de J. K. Rowling sobre el niño mago Harry Potter. Cada una tiene más páginas que la anterior y, sin embargo, todas son esperadas con ansiedad y devoradas con fruición por sus millones lectores.
Los libros citados han sido los títulos para niños y jóvenes más leídos en las tres últimas décadas en todo el mundo y se han impuesto no sólo por el despliegue publicitario a su alrededor sino, y sobre todo, por su calidad literaria e imaginativa. Los tres, por supuesto, han tenido que superar escollos editoriales para mostrarse en versiones íntegras al público al que fueron destinados.
Con relación a los temas, existe otro tipo de “dictadura” expresada en la prohibición tácita o manifiesta de abordar tramas relativas a la vejez, la sexualidad, la muerte, la religiosidad, la enfermedad o el hambre, entre otras muchas.
Dichos temas, sin embargo, son nada menos que los llamados “temas universales”, dado que están presentes en la conciencia humana de todas las culturas, desde los inicios de la civilización.
La literatura y el cine comerciales en realidad no eluden tales temas, sino que los banalizan, restándoles importancia y tocándolos sólo tangencialmente, creando de paso estereotipos y/o caricaturas a partir de ellos.
Así, la vejez pasa a ser algo a lo que hay que temer, debido a la pérdida de la belleza y la fortaleza física que ella trae; la sexualidad se convierte en un producto desechable de consumo masivo; la muerte es la eliminación de lo que nos estorba, sea de naturaleza humana, animal o vegetal y no hay que atormentar a los niños ni a los jóvenes con esas cosas; los individuos religiosos son presentados como locos o fanáticos a los que, si se interponen entre mi vida, mis propósitos y mis intereses, debo exterminarlos sin contemplaciones; la enfermedad, el hambre o el dolor, prácticamente no existen en el mundo de la literatura para niños y jóvenes, como asunto humano a superar, excepto cuando se trata de pruebas en el curso de una aventura.
Ahora bien, tramas en las que se toquen tales temas de un modo serio y profundo hay muy pocas, no sólo en Venezuela y en el resto del continente americano, sino en todo el mundo.
Existe una especie de acuerdo universal de no publicar obras sobre esos temas, cuando se escribe o se produce alguna obra fílmica, musical, teatral o televisiva para jóvenes.
Los niños, los jóvenes e incluso los adultos huyen, por ejemplo, de los tratados de medicina o de filosofía no porque le teman o desprecien el conocimiento, sino por la forma como están redactados o presentados. En pocas palabras, los rechazan por lo lingüísticamente complicados que son.
El problema por el cual hay temas llamémoslos “incómodos” o tabú no reside en los temas en sí, sino en el modo de presentarlos. Un adolescente normal prefiere la televisión a un libro porque, generalmente, los mensajes audiovisuales están adaptados a su forma de asociarse al mundo. La información que recibe a través de los medios de comunicación masiva vienen envueltos en muchos colores y tienen un gran dinamismo. Y no por casualidad sino porque se les ha redactado y concebido con un único propósito: gustar. Y gustar para vender.
Por eso, si queremos sustraer a los niños y a los jóvenes del hechizo transparente de la televisión, tenemos que ofrecerles alternativas que los atraigan tanto como lo que dejan.
Ello no quiere decir que también seamos superficiales, ni que entremos en competencia, apelando a recursos y manipulaciones similares a las propuestas por quienes trabajan en ese medio. Quiere decir que nuestro trabajo en materia de lenguaje y documentación debe ser más cuidado; que lo que hacemos debe tener por norte ser ameno, entendiendo que la amenidad no está ni estará jamás reñida con la profundidad. Además, lo que hacemos debe ser coherente y lógico, tanto si se trata de ficción como si se trata de textos u obras que pretenden ser reflejo de la realidad.
En cuanto a la moraleja, debo señalar que estoy totalmente en contra de que se le incluya en el cuento o la novela destinada al público infantil o juvenil. Simplemente creo que la intención o propósito ético que propone un autor –si es que en el libro hay alguno-, deben ser percibidos o, cuando menos, deducidos por el lector. El autor no tiene por qué exponerlos abiertamente, en forma de discurso, porque con eso contribuye a desarrollar la pereza mental de quien lee. Además, tal hecho puede considerarse una falta de respeto con el lector, ya que se le tilda de idiota, de alguien incapaz de comprender lo que se escribe.
Todo aquello que un escritor o un artista quiere decir en una obra debe formar parte de ella, pero difuminado de tal modo que permita la participación mental del lector. Lo otro es dar el bocado ya masticado, como tanto se le critica a la televisión.
Hay algunos colegas escritores y críticos que, sin embargo, consideran errado o no adecuado lo anterior. Suponen que porque ellos son incapaces de comprender algo, dan por sentado que los jóvenes también lo son.
Esta dictadura, por cierto, tiene su origen en la consideración de que todo cuanto se escribe para niños o jóvenes debe estar orientado por un propósito pedagógico. De hecho, los padres, representantes, docentes y hasta los bibliotecarios nos exigen a los escritores que incluyamos en nuestros textos aquellos mensajes que hagan de los niños y jóvenes unos seres buenos, sin contradicciones y, por supuesto, irreales.
Suena exagerado pero, en cierta ocasión, en la ciudad de Puerto Cabello, una docente me pidió que incluyera en uno de mis cuentos la noción de que los niños deben cepillarse los dientes todas las noches, antes de dormir. Y no era que quería que dicho mensaje apareciese implícito, con un personaje que tuviera tal acción por costumbre, sino que debía “utilizarla como leif motiv” –así dijo-, colocándola cada tantos párrafos, supuse yo en ese momento, que a la manera de una cuña publicitaria que a cada rato interrumpe el libre transcurrir de la lectura.
Confieso que tengo textos en los que la anécdota me ha llevado a presentar ciertas ideas de forma casi explícita, pero en tales casos he procurado diluirlas para eludir el bodrio.
Respecto al final feliz, debo apuntar que no soy contrario a él, excepto si se considera que es la única forma posible de concluir una narración. Como todos sabemos, existen muchas maneras de cerrar un relato y el final feliz es apenas una de ellas.
El final feliz gusta porque, por lo general, significa el triunfo del personaje con el que nos identificamos sobre aquel al que llegamos a detestar. Mas, tal conclusión ocurre porque se nos ha enfrentado a un conflicto en el que hemos sido manipulados para que tomemos determinada posición.
Prueba de ello es que, a veces, el protagonista de una obra literaria o fílmica es un delincuente y, por la forma como se le presenta, nos resulta simpático e, inmediatamente, congeniamos con él y somos solidarios con lo que hace. Dos ejemplos clásicos, uno de la literatura y otro del cine: la novela Huckleberry Finn, de Mark Twain, y el film de 1940, El Ladrón de Bagdad, en la hermosa versión que dirigieron Ludwig Berger, Michael Powell y Tim Whelan.
Ahora bien, aunque parece muy natural y muy familiar un conflicto con un desenlace feliz, ésta no es la forma habitual como ocurren las cosas en nuestra vida cotidiana, ni mucho menos la única. Cierto que hemos tenido nuestros triunfos, pero también nuestras derrotas y, las más de las veces, decisiones sin desenlace, lo cual nos enseña que existen como mínimo tres tipos de final posibles: favorable o feliz; negativo o neutral. Este último, a su vez, puede ser abierto (se mantienen las expectativas) o de uno de los otros dos modos.
Pienso que la narrativa debe reflejar la vida, bien desde perspectivas realistas o fantásticas, pero no falsas, y apelar siempre a finales felices conduce a aberraciones en la forma de percibir el mundo y, sobre todo, habitúa a concebir falsas esperanzas. Y que conste, no se trata de que debamos ser pesimistas o conducir a nuestros niños y jóvenes a que lo sean, sino que tan negativo es ser optimista de manera irracional como pesimista a ultranza.
De todas las citadas “dictaduras”, esta última es la más agobiante de todas. El cine y los seriales televisivos han condicionado de tal modo a sus espectadores habituales al final feliz que éste se ha vuelto obligatorio. Prueba de ello es que, en innumerables filmes, cuando el protagonista muere, en la escena final o poco antes de ésta se le resucita para hacer más apoteósico su triunfo.
En el cine se ha hecho frecuente la presentación de versiones de películas, con los finales que sus directores tenían previstos. El caso más conocido es el de Blade Runner, de Ridley Scott.
Muchos libros, películas o series de televisión para adolescentes han quedado en proyectos o han sido engavetados sólo porque sus autores se han negado a pactar con un desenlace “al gusto del consumidor”.
En mi obra narrativa destinada al público juvenil y en la que escribo para personas de mayor edad he tratado siempre de eludir las citadas dictaduras, lo que me ha llevado a perder premios literarios, a no ser publicado por ésta o aquella editorial, a que el lenguaje de mis libros para niños o jóvenes se considere inadecuado para tales públicos –no por obsceno, sino porque “a los niños hay que decirles las cosas de otra manera” o a ser rechazado por algunas personas que se sienten incómodas con los temas de mis textos o con la forma en que los presento.
Entiendo que tales rechazos pueden interpretarse como que hago una obra de baja calidad, lo cual no es descartable, pero me resultan sospechosos algunos de los argumentos que se han esgrimido en mi contra. De tales argumentos ofrezco una selección.
“Ese tema es muy difícil para que lo comprendan los niños”; “tiene demasiadas palabras que ni siquiera los adolescentes entienden”; “¿cómo se te ocurrió algo así para niños?”. Los tres comentarios fueron hechos a mi cuento “Ayer compré un viejito”.
“Está bonito, pero no le encuentro el mensaje por ningún lado”, fue un comentario realizado a raíz de la publicación de Evitarle malos pasos a la gente, siendo que éste es uno de los que, a mi modo de ver, está expuesto casi a gritos.
“El cuento me gusta, pero si le cambias el final que tiene por un final feliz estaría mejor”, me dijo una de las personas que conoció mi Fábula de la Mazorca.
A quienes no conocen mi obra, debo informarles que no hago literatura pornográfica ni de violencia para niños o adolescentes y que mis relatos hablan, por ejemplo, de un tío que es zapatero remendón y repara el calzado de las personas para evitarle malos pasos en la vida; de un hombre que le regala a su esposa un papá de segunda mano que compró en una subasta; de una tía que invitó a sus familiares y vecinos a estrenar en un restaurante sus dientes postizos y los perdió en el camino; de una niña que se empeña en comer un dulce de pastelería y de los subterfugios verbales que emplea para lograr que su padre se lo compre; de un grupo de niños que capturó cientos de mariposas y las soltó en un cine durante una proyección; de cómo los animales se reúnen para decidir con quién y con cuál forma de gobierno van a deponer la eterna dictadura del león y dado que no se ponen de acuerdo permiten que éste siga gobernando; de cómo una mazorca de maíz que es comprada a un precio por la mañana es adquirida en la noche por el mismo que la cosechó a mil veces su valor original, luego de pasar por varios intermediarios; de una niña que, en más de trescientas historias, muestra la alegría, la ternura y la picardía de todos los niños del mundo; de un niño que es rechazado por un compañero de estudios porque no es de carne y hueso, sino de papel, y muchos otros personajes y argumentos que no menciono para no cansar al lector.
Esos textos han sido escritos con sinceridad y tratando de alegrar el espíritu de los lectores, con humor y poesía que son, a mi modo de ver, los únicos elementos indispensables de la escritura para niños o jóvenes, pues muestran no sólo que quien escribió está vivo, sino que está contento de estarlo.
En mis textos me he hecho el propósito de eludir las referidas dictaduras y sé que otros creadores venezolanos y del resto del continente americano luchan también por librarse de ellas.
Quizás sea éste el rasgo más significativo de quienes en este momento escribimos para niños y jóvenes en América y el denominador común para señalar la existencia de un movimiento literario de carácter continental, en la literatura infantil y juvenil.