12.28.2007

PROSOEMA No. 58 (28/12/2007)

Queremos desear a nuestros lectores y lectoras un Feliz Año 2008 y todo lo mejor para estos doce meses que recién comienzan. A la par, no nos cansamos de agradecerles sus visitas a este espacio que es tan de ustedes como nuestro. Esperamos seguirles ofreciendo buenos materiales en torno a la literatura para niños y jóvenes y a los múltiples temas derivados de ella.
Un gran abrazo.
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EL ABETO

Hans Christian Andersen



Allá, en el bosque, crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y no le faltaba el sol ni el aire. En torno suyo crecían muchos compañeros mayores, abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa en crecer. No pensaba en el sol tibio ni en el aire fresco, ni atendía a los niños de la aldea cuando pasaban charlando en busca de fresas o frambuesas. A veces venían con toda una cántara llena o con fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y decían:
-¡Ah, qué bonito es!
Pero el árbol no quería oír nada de aquello.
Al año siguiente, había crecido un buen trecho y al siguiente uno mayor aún; porque se puede siempre saber los años de un abeto si se cuentan sus tramos.
-¡Ah, si fuera grande como los otros árboles -suspiraba el arbolito-, y pudiera extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho mundo! Los pájaros anidarían en mis ramas y cuando soplase el viento, cabecearía con tanta gravedad como ellos.
No gozaba con los rayos del sol, con los pájaros ni con las nubes rojas, que al amanecer y al ocaso navegaban sobre él.
Cuando vino el invierno y la blanca nieve centelleaba en torno, llegaba corriendo con frecuencia una liebre y brincaba sobre el arbolito; ¡oh, era tan irritante! Pero pasaron dos inviernos y al tercero el árbol era tan grande que la liebre tuvo que ir alrededor suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de este mundo, pensaba el árbol.
En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más grandes. Ocurría cada año y el joven abeto, que había ya crecido mucho, se estremecía ante ello, porque los grandes, espléndidos árboles caían en tierra con un estrepitoso crujido. Les cortaban las ramas y parecían desnudos, largos y delgados; apenas si se les reconocía, pero eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?
En primavera, cuando vienen la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntó:
-¿Saben adónde los llevan? ¿No se los han encontrado?
Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña pareció pensativa, afirmó con la cabeza y dijo:
-Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto. Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto. Puedo felicitarte cumplidamente: ¡con qué majestad se alzaban!
-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar! ¿Cómo es, en realidad, el mar, a qué se parece?
-¡Bueno, es tan complicado de explicar! -dijo la cigüeña, y se marchó.
-Goza de tu juventud -dijeron los rayos de sol-. ¡Alégrate de tu nueva estatura, de la vida joven que hay en ti!
Y el viento besó al árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no entendía.
Cuando se aproximaba la Navidad, fueron cortados muchos árboles jóvenes, árboles que con frecuencia no eran mayores ni de más edad que este abeto que no tenía paz ni sosiego sino que siempre quería marcharse. Estos jóvenes árboles, que eran precisamente los más hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.
-¿Dónde irán? -se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo, incluso había uno que era más chico. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adonde los llevan?
-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Hemos estado mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros sabemos dónde los llevan! ¡Oh!, les espera el brillo y la gloria mayores que pueda pensarse. Hemos mirado por las ventanas y hemos visto que los colocan en medio de confortables salones y los adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos de miel, juguetes y cientos de luces.
-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué ocurre después?
-Bueno, no hemos visto más. ¡Era maravilloso!
-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-. ¡Es mejor aún que cruzar el mar! Me muero de ansia de que sea ya Navidad. Ahora soy alto y ancho como los otros que se llevaron el último año. ¡Oh, si estuviese en el carro! ¡Si estuviera en el confortable salón con toda pompa y honor! ¿Y después? Sí, debe haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no ¿para qué habrían de adornarme de esta forma? Tiene que ocurrir algo más grande, más espléndido. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo ansio! Ni yo mismo sé lo que me ocurre.
-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu lozana juventud al aire libre!
Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente decía:
-¡Qué árbol más hermoso!
Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera. El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un desmayo y dejó de tener pensamientos felices. Sintió pena de ser arrancado de su hogar, del lugar donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus queridos, viejos camaradas, los pequeños arbustos y flores en torno, y quizá ni siquiera a los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros árboles, oyó decir a un hombre:
-¡Es espléndido! Elegimos éste.
Después vinieron unos criados totalmente uniformados y llevaron el abeto a un hermoso salón. En torno a sus paredes colgaban retratos y junto a la gran estufa de porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas. Había mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de libros con láminas y con juguetes por valor de miles de coronas -por lo menos, así lo decían los niños-. Y el abeto fue plantado en una gran cuba llena de arena, pero nadie podía ver que era una cuba porque la forraron con una tela verde y estaba sobre una gran alfombra multicolor. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a ocurrir? Tanto los criados como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo. De las ramas colgaron pequeñas redes, recortadas de papeles de colores; cada red estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban como si hubiesen crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y blancas fueron fijadas en las ramas. Muñecas que parecían vivas como si fueran personas -el árbol no había visto nunca nada igual- pendían de las ramas y, justo en la cima, fue colocada una gran estrella de papel dorado. Era espléndido sin comparación.
-¡Esta noche! -decían todos-. ¡Esta noche estará deslumbrante!
“¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuera ya de noche y las luces estuvieran encendidas! ¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Vendrán volando los gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces aquí y seguiré estando adornado durante el invierno y el verano?”
No estaba muy informado, que digamos. Y tenía verdadero dolor de corteza de pura ansia y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.
Por fin encendieron las velas. ¡Qué brillo, qué resplandor! El árbol temblaba por todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió fuego a una de ellas, ¡huy, lo que dolía!
-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron a toda prisa.
Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible! Tenía tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de tanto brillo… y, de pronto, la puerta de dos hojas se abrió de par en par y una multitud de niños se precipitó como si fuesen a derribar el árbol. Las personas mayores venían muy serias detrás; los pequeños estuvieron callados, pero sólo un instante, porque en seguida comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y arrancaron un regalo tras otro.
“¿Qué es lo que están haciendo? -pensó el árbol-. ¿Qué va a ocurrir?” y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas cuando se consumieron y entonces los niños obtuvieron permiso para saquear el árbol. ¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron todas las ramas; de no haber estado sujeto por la cima y la estrella de oro al techo, lo hubieran tirado.
Los niños bailaron alrededor con sus preciosos juguetes. Nadie se fijó más en el árbol salvo la vieja niñera, que fue a mirar entre las ramas, pero sólo para ver si no se había quedado olvidado algún higo o alguna manzana.
-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó bajo él:
-Como si estuviésemos en el bosque -dijo- y al árbol le gustará también mucho oírlo. Pero contaré sólo un cuento. ¿Queréis oír el de Ivede-Avede, o el de Terrón Coscorrón, que se cayó por la escalera pero subió al trono y se casó con la princesa?
-¡Ivede-Avede! -gritaron unos-. ¡Terrón Coscorrón! -gritaron otros. Todo era puro clamor y grito; sólo el abeto se mantenía callado y pensaba:
“¿No tendré que figurar también en esto? ¿Tendré que hacer algo?”
Y claro está que había figurado y había hecho cuanto tenía que hacer.
Y el caballero contó el cuento de Terrón Coscorrón, que cayó por la escalera y, sin embargo, se sentó en el trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y gritaron:
-¡Cuenta, cuenta! -porque querían también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que conformarse con el de Terrón Coscorrón.
El abeto estaba quietecito y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían contado cosas semejantes.
“Terrón Coscorrón cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. ¡Sí, sí, así pasa en el mundo! -pensó el abeto, convencido de que era verdad lo que aquel caballero tan fino había contado-. ¡Vaya, quién sabe, quizá me caiga yo también por la escalera y me case con una princesa!”, y se regocijó al pensar que al día siguiente sería cubierto con velas y juguetes y frutas doradas.
“¡Mañana no temblaré! -pensó-. ¡Voy a gozar plenamente de todo mi esplendor! Mañana oiré de nuevo el cuento de Terrón Coscorrón y quizá el de Ivede-Avede”, y el árbol permaneció en silencio y pensativo la noche entera.
Por la mañana entraron el criado y la criada.
“Ahora -pensó el árbol- comenzarán a adornarme de nuevo”; pero lo arrastraron de la sala, escaleras arriba, entraron en el desván y allí lo dejaron, en un rincón oscuro, donde no llegaba luz alguna.
“¿Qué significará esto? -pensó el árbol-. ¿Qué tendré que hacer aquí? ¿Qué tendré que oír?”
Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque pasaron días y noches. No subía nadie y, cuando por fin alguien vino, fue para poner unas grandes cajas en el rincón. El árbol estaba muy escondido, creeríase que había sido olvidado por completo.
“¡Ahora es invierno! -pensó el árbol-. La tierra está dura y cubierta de nieve, los hombres no pueden plantarme; por lo tanto tengo que estar aquí en depósito hasta la primavera. ¡Qué bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres! Si no estuviera esto tan oscuro y tan espantosamente solitario. Ni una pequeña liebre acierta a pasar. Era tan agradable allá en el bosque cuando había nieve y la liebre pasaba brincando. Sí, incluso cuando brincaba sobre mí, aunque no me gustase entonces. ¡Esto es espantosamente solitario!”
-¡Pi, pi! -dijo justo entonces un ratoncito asomándose y otro le siguió. Olisquearon el abeto y corretearon entre sus ramas.
-¡Hace un frío horrible! -dijo el ratoncito-. A no ser por eso se estaría muy bien aquí. ¿No es verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -dijo el abeto-. ¡Hay muchos más viejos que yo!
-¿De dónde vienes? -preguntaron los ratones-. ¿Y qué sabes? -eran terriblemente curiosos-. Háblanos del sitio más bonito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has estado en la despensa, donde hay quesos en los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se baila sobre velas de sebo y se entra delgadito y se sale gordo, gordo?
-No lo conozco -dijo el árbol-, pero conozco el bosque, donde brilla el sol y donde cantan los pájaros -y entonces les contó acerca de su juventud. Los ratoncitos no habían oído nunca nada semejante. Escucharon con la boca abierta y dijeron:
-¡Oh, cuánto has visto! ¡Qué suerte has tenido!
-¿Yo? -dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado-. Sí, después de todo, fueron tiempos muy divertidos -y les contó sobre la Nochebuena, cuando había sido adornado con velas y dulces.
-¡Oh! -dijeron los ratoncitos-. ¡Qué suerte has tenido, viejo abeto!
-¡Yo no soy viejo! -dijo el árbol-. Al contrario, en este invierno en que he venido del bosque, me encontraba en mi mejor edad, apenas si he terminado de crecer.
-¡Qué bien lo cuentas! -dijeron los ratoncitos.
A la noche siguiente, vinieron con cuatro más, para oír al árbol contar su historia y, cuanto más contaba, con mayor frecuencia se acordaba de todo y pensaba:
“A pesar de todo, fueron tiempos muy divertidos. Pero volverán, volverán. Terrón Coscorrón se cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. Quizá también yo me case con una”.
Y entonces recordó un gracioso abedul que crecía en el bosque y que, para el abeto, era una verdadera princesa.
-¿Quién es Terrón Coscorrón? -preguntaron los ratoncitos.
Y entonces el abeto les contó todo el cuento. Podía recordarlo palabra por palabra y los ratoncitos estuvieron a punto de brincar hasta la cima del árbol de tanto como les divirtió.
La noche siguiente vinieron muchos más ratones y el domingo incluso dos ratas. Pero dijeron que el cuento no era nada divertido y esto puso muy tristes a los ratoncitos, porque entonces también ellos pensaron que no era una gran cosa.
-¿Y ése es el único cuento que sabe usted? -preguntaron las ratas.
-Sólo éste -contestó el árbol-. Lo oí contar durante mi noche más feliz, pero entonces no sabía lo feliz que era.
-¡Es un cuento malísimo! ¿No sabe usted ninguno sobre tocino y velas de sebo? ¿Ningún cuento de despensa?
-¡No! -dijo el árbol.
-Pues muchas gracias -contestaron las ratas y se volvieron a casa.
Al fin hasta los ratoncitos dejaron también de venir y entonces el árbol suspiró:
-Pues no dejaba de ser agradable tenerlos sentados a mi alrededor, a los traviesos ratoncitos, escuchando lo que yo contaba. ¡Ahora también se han ido! Pero tendré cuidado de divertirme cuando vuelva a salir.
¿Pero cuándo iba a ocurrir aquello de volver a salir?
Pues sí, ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Quitaron las cajas y sacaron el árbol; lo tiraron con pocos miramientos al suelo, pero en seguida un criado lo arrojó por la escalera a donde había luz.
“¡Ahora comienza la vida de nuevo!”, pensó el árbol. Sintió el aire libre, los primeros rayos del sol, y entonces se encontró en el patio. Todo ocurrió tan rápido que el árbol se olvidó de mirarse, tanto había que mirar alrededor. El patio daba a un jardín donde todo florecía. Las rosas colgaban frescas y fragantes sobre la barandilla, los tilos estaban en flor, y las golondrinas volaban y decían: “¡chuit, chuit, chuit, ha venido mi marido!”, pero no se referían con ello al abeto.
-¡Ahora voy a vivir! -gritó lleno de alegría, alargando sus ramas.
¡Ay!, estaban todas secas y amarillas. Había caído en el rincón entre la maleza y las ortigas. La estrella de papel dorado estaba todavía en la cima y brillaba al sol espléndido.
En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado en torno al árbol durante la Nochebuena y que tanto les había gustado. Uno de los pequeños corrió y arrancó la estrella de oro.
-¡Mira lo que todavía queda en el repugnante, viejo árbol de Navidad! -dijo, pisoteando las ramas, que crujieron bajo sus botas.
Y el árbol miró todo el esplendor de las flores y el frescor del jardín, se miró a sí mismo y deseó no haber salido de su oscuro rincón en el desván. Recordó su verde juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncitos que con tanto gusto habían oído el cuento de Terrón Coscorrón.
-¡Todo acabó! ¡Todo acabó! -dijo el pobre árbol-. Si me hubiera alegrado mientras podía. ¡Todo, todo acabó!
Y vino el criado y partió el árbol en pequeños trozos, hasta formar un montón. Ardió espléndidamente bajo la gran caldera y suspiró tan hondo que cada suspiro era como un pequeño disparo. Por eso acudieron los niños que jugaban. Se sentaron ante el fuego, lo contemplaron y gritaron: “¡Pif, paf!”.
Pero a cada estampido, que era un hondo suspiro, el árbol pensaba en un día de verano en el bosque, en una noche de invierno allá, cuando brillaban las estrellas. Pensaba en la Nochebuena y en Terrón Coscorrón, el único cuento que había oído y que sabía contar, y de esta forma se consumió.
Los niños jugaron en el patio y el más pequeño llevaba sobre el pecho la estrella de oro que el árbol había lucido en su noche más feliz. Ahora todo había acabado y el árbol había acabado como el cuento. Acabado, acabado, que es lo que ocurre con todos los cuentos.

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ORO Y ESMERALDAS
(Colombia)


Esta historia ocurrió entre los Chibchas, un pueblo que vivió en el centro de Colombia, hace muchos años, cuando nuestros antepasados americanos no habían aprendido todavía a cultivar la tierra ni a domesticar animales, y cubrían sus cuerpos con pieles.
Llevaban una existencia muy simple: vivían en casas de paja o chozas, comían frutas y vegetales, y pescaban o cazaban utilizando armas rudimentarias como flechas, o cuchillos de piedra.
El jefe de una de esas familias se llamaba Piraca y vivía plácidamente con su esposa y dos hijos, un niño y una niña pequeña.
Las montañas y los ríos cristalinos de la meseta eran ricos en oro y los niños competían entre ellos buscando las pepitas doradas. El padre además hacía largos viajes para traer sal y conseguir algunas de las preciosas piedras verdes incrustadas en una cueva secreta de la lejana cordillera. Por supuesto, no tenía idea de que esos pequeños cristales serían alguna vez las Esmeraldas de Muzo, algunas de las más codiciadas del mundo.
Pero, de pronto, los dioses empezaron a olvidarse de los hombres y la lluvia se escapó hacia el mar cabalgando sobre el lomo del viento. La tierra se secó en tal forma que los árboles no volvieron a dar fruto y las fieras de la selva descendieron sobre los bosques cercanos y devoraron a los animales pequeños, en su desesperada búsqueda por alimentos.
Así, llegó un día en que la familia de Piraca no encontró ningún alimento, ni pieles para cubrirse; y aún las tiernas fibras multicolores que la madre usaba para tejer canastas y sombreros empezaron a escasear.
A los niños indios les habían enseñado desde pequeños a no llorar y por eso no se quejaban nunca, a pesar del tormento del hambre. Pero llegó el momento en que los dos hermanos parecían flores marchitas y ya no tenían energías para jugar en el bosque o nadar en la laguna encantada.
Una mañana, mientras los padres se refugiaban junto al fuego cuidando la única olla de barro donde se cocían algunas raíces, la niña india se despertó con una sonrisa de placidez y dijo:
–Soñé que caminaba por un campo azul, salpicado de estrellas.
–¿A quién le importan ahora las estrellas? –dijo el muchacho–, yo me contentaría con unas cuantas frutas para comer.
–Ya sabes que no tenemos frutas, hermano. Los animales se las comieron todas. También ellos tienen hambre.
–Ayer salí a cazar, pero no encontré ni siquiera un conejo –dijo el padre.
–Mira, Piraca, nuestros hijos están temblando de frío porque las pocas mantas que tenemos están llenas de agujeros –dijo la madre.
–Los dioses nos han abandonado. Desde que se fueron las lluvias, hasta el arco iris dejó de brillar sobre la sabana y los ríos y la laguna encantada se están secando –agregó el padre con tristeza.
–Más tarde iré con los niños a pescar. Tal vez esta vez la suerte nos acompañe –dijo la madre tratando de animarlos.
Pero aunque ese día encontraron algunos pescados pequeños y unos pocos vegetales, la mañana siguiente, cuando el sol empezó a iluminar el universo, los encontró a todos con la misma hambre.
Entonces fue cuando Piraca y su mujer resolvieron desenterrar la pequeña olla de barro donde guardaban sus más preciado tesoro: el oro y las misteriosas piedritas verdes encontradas en la montaña que habían recogido durante mucho tiempo.
–Con esto al menos podré conseguir algo de sal, algunas mantas y tal vez un poco de pescado seco –dijo esperanzado el padre, extendiendo las pepitas doradas y los hermosos cristales verdes sobre un trozo de piel, mientras preparaba su largo viaje a la aldea vecina.
–Tráeme una linda manta… Y un collar de cuentas brillantes… Y un brazalete –suplicó la niña
–Deja de soñar despierta, hija, lo que necesitamos ahora es un poco de alimento –dijo la madre abrazándola.
–Cuídate de los animales salvajes. Recuerda que ellos también tienen hambre –rogó el hijo, antes de despedirse de su padre.
El sol empezaba a levantarse sobre la tierra seca, cuando el indio partió llevando la olla de barro en una de sus manos y la bolsa con el arco y las flechas para defenderse de las fieras salvajes a la espalda.
Fue un largo, largo viaje, a través de la sabana desierta primero y los empinados caminos de la montaña después. Los pies desnudos de Piraca le dolían terriblemente y, después de caminar durante varios días, se sintió tan cansado que, al encontrar un pequeño valle, decidió descansar debajo de un árbol. Entonces se quedó dormido.
Mientras Piraca dormía, dos conejos curiosos que pasaban en busca de comida llegaron al mismo lugar.
Cuando vieron al hombre, el conejo mayor, que era muy amigo de aventuras, dijo:
–Mira! Hay un hombre dormido. Tal vez traiga algo de comer.
–Por favor, no te acerques, está armado –advirtió el otro conejo, que era un poco tímido.
Pero no hubo forma de detener al conejo curioso que fue directamente a coger la olla de barro. Cuando encontró las pepitas de oro y esmeralda, dijo tomando una de ellas en sus manos:
–No tienen olor, ni sabor; parecen piedras.
En ese momento, Piraca empezó a moverse y los conejos aterrorizados tiraron lejos la olla de barro con su precioso contenido y salieron corriendo.
Era ya muy avanzado el día cuando Piraca despertó y lo primero que hizo fue colgarse el morral con el arco y las flechas y buscar su olla de barro. Y cuando no la encontró, se llenó de pánico y sintió una angustia terrible.
–Mi oro y mis cristales preciosos –se lamentó–. Alguien me los ha robado… Soy un hombre muerto… ¿Qué voy a hacer?
Piraca recorrió el campo en varias direcciones, hasta que de pronto tuvo un presentimiento y se agachó para tocar el pasto. Y ahí, escondida entre las hojas secas, encontró una pepita dorada y más adelante otra de color verde y otra dorada.
Cuando los últimos rayos del sol iluminaron la tierra, pudo contemplarlas como pequeñas estrellas regadas sobre el pasto.
Pero como no estaba seguro de que estuvieran todas, un torrente de lágrimas represadas por mucho tiempo, desde que era un niño aterrorizado, empezó a derramarse de sus ojos mientras permanecía ahí de rodillas, perdido en su tristeza, a la luz del crepúsculo.
–Tengo que recobrar mis pepitas de oro y de cristal antes de que el sol se oculte detrás de las montañas –pensó con determinación–. Pero dudo si me será posible encontrarlas todas.
Piraca afinó sus ojos para mirar detenidamente el campo, mientras trataba de recorrerlo palmo a palmo con sus manos.
De pronto, el cielo empezó a abrirse sobre él y un magnífico doble arco iris apareció sobre la montaña. Piraca se sintió como tocado con una vara mágica y sus preocupaciones desaparecieron.
Entonces escuchó una voz poderosa, pero de tono gentil que lo llamaba por su nombre:
–No, Piraca, no recojas el oro ni las esmeraldas.
Piraca se volvió sorprendido y vio a un hombre anciano de barba plateada y vestido con una larga túnica blanca.
–¿Y quién eres tú para darme órdenes? –preguntó el hombre.
–Me llamo Bochica. Soy el dios de tus abuelos, el que salvó a tu tribu de las inundaciones. ¿No recuerdas la historia?
–Si, señor, pero el oro y los cristales eran mi único tesoro. Sin él, mi esposa y mis hijos morirán de hambre –contestó Piraca, aún de rodillas.
–Escucha, Piraca, esta es mi promesa: entierra las pepitas, cúbrelas bien con tierra para que los animales y el viento no puedan removerlas y regresa dentro de cuatro lunas. Entonces encontrarás un tesoro más valioso que tus joyas, y tu pueblo no volverá nunca a sufrir hambre.
Bochica desapareció pero el arco iris permaneció en el horizonte hasta que se hizo de noche.
Piraca durmió entonces como un bebé y, al día siguiente, sintió una felicidad que no había sentido nunca.
Enterró el oro y las esmeraldas en la forma como Bochica le había ordenado y, tan pronto como acabó de cubrirlas con la tierra, la lluvia volvió a caer sobre la tierra sedienta en medio de truenos y relámpagos.
Piraca se sentía tan feliz, que no le importó soportar las gordas gotas de lluvia sobre sus espaldas, mientras regresaba a casa.
La esposa desconfió un poco de la aparición de Bochica pero las mujeres indias no discutían nunca con sus esposos.
La tierra reverdecía ahora con la bendición de la lluvia, y hasta las aves tropicales empezaron a regresar al bosque alegrando a los niños con sus trinos melodiosos.
El padre entretanto seguía la luna marcando con ansiedad sus ciclos en el tronco de un árbol.
Cuando llegó el día señalado por Bochica, todos emprendieron el largo viaje desde muy temprano, primero por los senderos de la sabana y, después, a través de las escarpadas montañas, hasta que llegaron al valle en donde Piraca había sembrado el oro y las esmeraldas.
No veo ningún tesoro –exclamó la mujer, desconsolada.
–¿Estás seguro de que este es el sitio, padre? –preguntó el niño.
–Por supuesto. Ya verás. Marqué con varias piedras el lugar donde se apareció Bochica –respondió Piraca, mientras miraba por todas partes en busca del tesoro prometido.
Un poco más adelante, dijo con gran alivio:
–Mirenese es el árbol. Vamos allá.
La niña, que se había adelantado en el sendero, gritó:
–¡Miren: allí hay un gran campo sembrado con unas plantas muy, pero muy extrañas, que no había visto nunca en mi vida!
Al oírla, todos corrieron a ver las esbeltas plantas que se mecían al viento como si estuvieran danzando. Tenían hojas largas y aterciopeladas de color verde esmeralda y el fruto terminaba en un manojo de hebras sedosas, tan plateadas como la barba del dios Bochica.
Al abrir el fruto, encontraron una mazorca con granos dorados como el oro.
–Lo llamaremos “maíz” –dijo Piraca–, el regalo de los dioses, hecho con oro y esmeraldas.
Desde entonces, los miembros de la tribu Chibcha no volvieron a sentir nunca el azote del hambre.

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