Juan Villoro
Las vacaciones pueden definir la vocación de un individuo, sobre todo de quienes en la niñez o en la juventud se entregan a la lectura por mero placer. La afición más inocente y prestigiosa encierra a veces un destino.
Tenía doce años cuando nuestra maestra de Lengua Nacional decidió que estábamos en edad de merecer un clásico. Llevó varios libros a la clase y escogí El cantar de mio Cid porque acababa de ver la película con Charlton Heston y Sophia Loren.
Hasta entonces sólo conocía historias por la televisión, que atravesaba su época de oro (La isla de Gilligan, El Superagente 86) y por los coloridos episodios de los comics (Batman, La pequeña Lulú). El encuentro con las letras clásicas fue un desastre; me pareció increíble que una película maravillosa se hubiera hecho con un guión tan malo.
Obviamente, no estaba en condiciones de apreciar aquella obra fundacional (hubiera necesitado la espada del Cid para abrirme paso en su intrincado lenguaje). Luego leí Corazón, diario de un niño, de Edmundo De Amicis. Lloré sin parar, preguntándome si alguien leería eso por gusto (yo, al menos sufría para aprobar una materia).
Mi siguiente encuentro fue del tercer tipo: un viaje extremo, Aventuras del capitán Hatteras, de Verne. La expedición al Polo Norte me cautivó como una experiencia desaforada, irrepetible. Pensé que nada me produciría una impresión equivalente, capaz de hacerme soñar en la novela y confundir los días con las noches.
Me equivoqué: La isla del tesoro me produjo un asombro superior. La leí en unas vacaciones en Veracruz, después de visitar un presidio donde encerraban a los piratas en celdas minúsculas. Un espanto adictivo acompañó esa trama de cuchilleros; no tuve que soñar con ella porque la lectura se parecía demasiado al sueño.
El quinto libro fue el definitivo: De perfil, de José Agustín. Lo leí a los 15 años, en las vacaciones entre la secundaria y el bachillerato, y descubrí, con idénticas dosis de curiosidad y alarma, que trataba de un mexicano de 15 años en las vacaciones entre la secundaria y el bachillerato. El protagonista vivía en un barrio próximo al mío y no tenía nombre (supuse que para que no me reconocieran, pues sin duda se trataba de mí). Fue mi primera lectura en espejo, la comprobación definitiva de que un libro depende de quien lo lee.
Si tuviera que escoger al lector ideal, pensaría en alguien que aún no ha sido raptado por los libros y que, por primera vez y para siempre, ingresa a un dominio que no podrá abandonar.
Estas fueron las cinco escalas del rapto esencial.
Las vacaciones pueden definir la vocación de un individuo, sobre todo de quienes en la niñez o en la juventud se entregan a la lectura por mero placer. La afición más inocente y prestigiosa encierra a veces un destino.
Tenía doce años cuando nuestra maestra de Lengua Nacional decidió que estábamos en edad de merecer un clásico. Llevó varios libros a la clase y escogí El cantar de mio Cid porque acababa de ver la película con Charlton Heston y Sophia Loren.
Hasta entonces sólo conocía historias por la televisión, que atravesaba su época de oro (La isla de Gilligan, El Superagente 86) y por los coloridos episodios de los comics (Batman, La pequeña Lulú). El encuentro con las letras clásicas fue un desastre; me pareció increíble que una película maravillosa se hubiera hecho con un guión tan malo.
Obviamente, no estaba en condiciones de apreciar aquella obra fundacional (hubiera necesitado la espada del Cid para abrirme paso en su intrincado lenguaje). Luego leí Corazón, diario de un niño, de Edmundo De Amicis. Lloré sin parar, preguntándome si alguien leería eso por gusto (yo, al menos sufría para aprobar una materia).
Mi siguiente encuentro fue del tercer tipo: un viaje extremo, Aventuras del capitán Hatteras, de Verne. La expedición al Polo Norte me cautivó como una experiencia desaforada, irrepetible. Pensé que nada me produciría una impresión equivalente, capaz de hacerme soñar en la novela y confundir los días con las noches.
Me equivoqué: La isla del tesoro me produjo un asombro superior. La leí en unas vacaciones en Veracruz, después de visitar un presidio donde encerraban a los piratas en celdas minúsculas. Un espanto adictivo acompañó esa trama de cuchilleros; no tuve que soñar con ella porque la lectura se parecía demasiado al sueño.
El quinto libro fue el definitivo: De perfil, de José Agustín. Lo leí a los 15 años, en las vacaciones entre la secundaria y el bachillerato, y descubrí, con idénticas dosis de curiosidad y alarma, que trataba de un mexicano de 15 años en las vacaciones entre la secundaria y el bachillerato. El protagonista vivía en un barrio próximo al mío y no tenía nombre (supuse que para que no me reconocieran, pues sin duda se trataba de mí). Fue mi primera lectura en espejo, la comprobación definitiva de que un libro depende de quien lo lee.
Si tuviera que escoger al lector ideal, pensaría en alguien que aún no ha sido raptado por los libros y que, por primera vez y para siempre, ingresa a un dominio que no podrá abandonar.
Estas fueron las cinco escalas del rapto esencial.
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Texto tomado del diario argentino La Nación, Buenos Aires, 17 de julio de 2005.
Texto tomado del diario argentino La Nación, Buenos Aires, 17 de julio de 2005.
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